lunes, 7 de noviembre de 2011

DEBATE: CAPARROS-VERBITSKY

El hambre y las mentiras de una década
Por Martín Caparros


Dentro de cien años, cuando ninguno de nosotros sea, cuando el mundo sea otro, los manuales de historia argentina –si es que sigue habiendo manuales, si sigue habiendo historia, si Argentina– incluirán, seguramente, diez o doce líneas sobre “la década de los doctores Kirchner”. Esas líneas empezarán por sorprenderse ante el tribalismo arcaizante de una esposa sucediendo a su esposo; dirán quizá que fue el apogeo de lo que alguien llamó la “política de la sangre”, ese período en que, a falta de ideas y proyectos que cohesionaran a sus militantes, los únicos vínculos firmes eran los del parentesco: ese retorno a las formas dinásticas.

También dirá –sobre todo dirá– que el peronismo de los años ‘00, encabezado por los doctores Kirchner, se dedicó más que nada a recomponer el aparato del Estado que el peronismo de los años ‘90, encabezado por el doctor Menem con la colaboración provincial de los doctores Kirchner, había desarmado. Dirá que los manuales no deben hacer juicios de intenciones, así que no se arriesgará a decir por qué los doctores Kirchner decidieron esa recomposición; ofrecerá un abanico de razones que van desde su convicción de que el Estado era la única herramienta para aminorar la desigualdad de las sociedades de esos años hasta la idea sibilina de que si uno va a gobernar un Estado le conviene que haya Estado –y apuntará que la razón verdadera debe estar en una mezcla de ambas y otras más.

El manual sin duda recordará que los doctores Kirchner llegaron al poder a la salida de una crisis –como casi todos los gobiernos argentinos– y que, inteligentemente, supieron escuchar sus gritos y desactivarlos: quitarles su potencial de verdadero cambio. Y que para adaptarse a los nuevos tiempos cambiaron su discurso privatizador de los noventas por uno levemente estatista, y cambiaron su desdén anterior de los derechos humanos por su reivindicación insistente. Y entonces quizá diga –es improbable, impropio de un manual, pero quién sabe– que los doctores usaron esos derechos humanos y la memoria mistificada de ciertas luchas setentistas para legitimar a un gobierno cuyo acción no tenía ninguna relación con esas ideas revolucionarias. Hasta podrá, quiza, citar la frase de un escritor ya entonces olvidado que solía decir que le parecía muy bien que el gobierno de los doctores Kirchner defendiera los derechos humanos de 1976 pero que hubiera preferido que defendieran los de 2011, y lo explicaba: que no sólo no defendían los derechos humanos básicos –a comer, educarse, curarse– sino tampoco los más específicos, porque durante sus gobiernos la cantidad de muertos por represiones y abusos policiales fue bastante extraordinaria.

(Y, a propósito de confusiones y discursos, quizá el manual recuerde –probablemente no– que hubo un breve período, tras la muerte del doctor Kirchner, en que los medios oficialistas insistieron en que “la juventud” se identificaba con el proyecto del difunto y su viuda. Pero si lo dijera diría que esa falacia empezó a desarmarse sólo unos meses más tarde, cuando, en las siguientes elecciones de la juventud más politizada, los estudiantes de la Universidad de Buenos Aires, las agrupaciones kirchneristas no pudieron ganar ni un solo centro de estudiantes –y su derrota dejó claro que la idea era perfectamente falsa.)

El manual irá cerrando el tema, pero es probable que antes cite una frase feliz de esos años: que el kirchnerismo fue un ejemplo infrecuente y fecundo de “épica posibilista” o “posibilismo épico”: que pocos movimientos políticos han sabido combinar tan bien la declamación de que son portadores de cambios decisivos con la justificación de que en realidad no pueden cambiar mucho porque bueno, así están las cosas, esto es muy complicado, miren de dónde veníamos.

Y apuntará, en muy pocas palabras, que esa retórica de cambio se apoyaba en comparaciones insistentes de sus cifras socioeconómicas con las cifras del peor momento de la crisis –y no con los números más normales de los años normales, y que eso es un viejo truco peronista. Y quizás hasta recuerde que los doctores decidieron prohibir cualquier cifra sobre la inflación y la pobreza que no fueran las oficiales: falsas, inverosímiles.

Para terminar, el manual subrayará lo que fue, junto con la recuperación de parte del Estado, lo más importante del período: el remate de la reconversión de la Argentina en un país agroexportador, que tantos problemas le traería más adelante. O, dicho de otro modo: la vuelta de la Argentina a su forma del año 1910, antes de que le dieran las veleidades industriales.

Y señalará la falla de un gobierno que tuvo, durante una década, tanto dinero fácil proveniente de las exportaciones agrícolas y no pensó en usar esa bonanza tan casual para construir una alternativa económica que subsistiese cuando la demanda de esos bienes primarios, tan dependiente de los mercados externos –no dirá “del apetito de los chanchos chinos”–, se cayera. Y concluirá, quizá, que era esperable: que la Argentina siempre se especializó en perder sus oportunidades.

Entonces terminará por preguntarse cómo fue que un gobierno que insistía tanto en que estaba “redistribuyendo la riqueza” fracasó justamente en ese punto: por qué llegó a los diez años de poder en un país enriquecido por las exportaciones y, sin embargo, a fines de su ciclo todavía quedaban en la Argentina diez millones de pobres, más que en los peores años del peor neoliberalismo menemista. O, si se pusieran dramáticos, cosa que un manual en general no hace: que cómo fue posible que en un país que producía tantos alimentos siguiera habiendo personas que se morían –literalmente– de hambre. En el manual estará la respuesta; en este artículo, la pregunta basta.

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En defensa de Kirchner
Por Horacio Vertbisky


La opinión de Martín Caparrós “El hambre y las mentiras de una década” es un conjunto de falsedades contra el proceso político más innovador que se haya verificado en la Argentina en los últimos cincuenta años. La reelección de Cristina Fernández de Kirchner con el porcentaje más alto desde que los argentinos eligen libremente a su líder y con la mayor diferencia que se recuerde con respecto a su principal adversario, indica que el juicio de Caparrós sobre los gobiernos que se sucedieron desde 2003 no se corresponde con el de sus compatriotas.

Pero quizás esto no le importe, dado que desde hace algunas elecciones Caparrós manifiesta su posición elitista con comentarios llenos de aristocrático desprecio hacia los electores. Hace dos semanas definió a la población indígena como “una especie protegida con el apoyo de la comunidad internacional, de las organizaciones no gubernamentales, de programas internacionales y de los medios”.

Lo cual sería sólo una conducta que desprecia lo que no entiende si no fuera por la superficial falsificación de los hechos y de los procesos en los que se basa. La presunta indiferencia de los Kirchner hacia los derechos humanos es sólo una proyección de lo que hace él, personaje emblemático de la izquierda de salón. Miembro como yo de la guerrilla peronista, después del exilio Caparrós publicó varios libros que exaltaban la militancia de los años setenta. Esta conducta duró hasta el 2003, cuando Néstor Kirchner, elegido presidente, reivindicó a esta generación pero no los métodos de la lucha armada, e hizo suyos los reclamos de memoria, verdad y justicia de las organizaciones que defienden los derechos humanos. Ahora que toda la sociedad argentina ha abrazado esta causa –doscientos militares han sido condenados y en los tribunales se habla sin eufemismos de la militancia de las víctimas– Caparrós se declara “harto de los años setenta”, con la indignación del dueño de casa que ve un intruso en su bello jardín. Cualquier causa que tenga la aprobación de la mayoría le parece sospechosa y para él nada valen los documentos –entre los cuales algunos discursos grabados en video en 1983– que muestran la coherencia de Néstor Kirchner al denunciar a la dictadura.

Las críticas de esta gauche divine son cada vez más parecidas a las de quienes defienden la represión dictatorial de la derecha. Caparrós sostiene que, mientras se ocuparon de los derechos humanos de 1976, los Kirchner ignoraron los de 2011 (como el hambre, la educación y la salud) y los abusos de la policía. Pero lo cierto es lo contrario: nunca se construyeron tantas escuelas y hospitales públicos ni se inaguraron tantas universidades suburbanas, ni el balance de la educación ha sido tan alto ni la mortalidad infantil y el analfabetismo tan bajo como en estos años. En 2004 Néstor Kirchner ordenó a la policía que no usara armas de fuego contra los manifestantes y despidió al jefe de la policía y el ministro del Interior que no querían obedecerlo. En 2010 Cristina Fernández relevó al jefe de policía que desobedeció estas instrucciones y creó un ministerio de Seguridad en el cual los principales responsables son civiles con antecedentes en la defensa de los derechos humanos.

La banalidad del pensamiento de Caparrós resulta evidente cuando escribe que “el fracaso de los grupos kirchneristas” en las elecciones estudiantiles de la Universidad de Buenos Aires ha revelado que los jóvenes no se identifican con Kirchner. Según el último censo de la población, en Argentina viven 11,3 millones de jóvenes entre los 17 y 34 años. En la Universidad de Buenos Aires los estudiantes de esta franja etaria son 300.000. Este 2,65 por ciento de la población pertenece a las clases más ricas de la población. Después de haber citado tantos años a Marx, Caparrós todavía no aprendió a sacar las conclusiones justas.

El escritor también sostiene que con Kirchner la Argentina ha vuelto “a ser conocida como un país agroexportador” como en los años del Centenario, “cuando no tenía veleidades industriales”. Teoría seductora pero falsa. En 2011, por primera vez en la historia argentina, los productos industriales encabezan las exportaciones del país: constituyen el 35 por ciento contra el 34 por ciento de los productos agrícolas.

Caparrós concluye que los Kirchner dejaron a la Argentina más pobre que el neoliberalismo de Menem. No es cierto. La pobreza ha sido reducida del 54 al 21 por ciento y la indigencia del 27 al 6 por ciento, según los datos de los institutos estadísticos provinciales. Ambos valores bajaron a los niveles de los años ochenta, igual que la desigualdad. En esta incesante marcha atrás todavía no llegamos a los años setenta, antes del golpe de 1976, cuando la desocupación y la pobreza estaban por debajo del 5 por ciento. Esta es la tarea por la cual 54 argentinos sobre 100 confiaron a Cristina Fernández el nuevo mandato que fastidia a los que son como Caparrós.

PD QUE AGREGAR A LA CEGUERA Y AL ODIO LANATTIANO DE caparros.
SI, SEGURO, LA DEFENSA DEL PERRO VERBITSKY A TANTA MENTIRA Y CIPAYISMO.
DE TODOS MODOS ES BUENO SEGUIR ATENTAMENTE QUE PIENSA LA DERECHA, PARA
MEJOR RESPONDER EN CADA AMBITO DONDE NOS TOQUE MILITAR.

Prof GB

feunte AGENDA DE REFLEXION.

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