martes, 27 de marzo de 2012

PREGUNTAS


Con este texto de Ernesto Espeche, destacado columnista de AgePeBA y director adjunto de la Agencia Periodística de América del Sur (APAS), culminamos nuestra cobertura del 24 de marzo, con un homenaje a todas las víctimas de la dictadura cívico militar.
Por Ernesto Especche (*) / El genocidio argentino lesionó no solo a la generación militante de la década de 1970. También ensució y marcó para siempre la infancia de muchos y muchas que debieron, primero, preguntar; luego aceptar, y solo mucho más tarde reconstruir y buscar verdad y justicia para mantener su memoria y la de las nuevas generaciones.
Tenía poco más de dos años cuando irrumpió la dictadura cívico-militar-genocida. Mi hermano había cumplido apenas un año 20 días antes. Mi papá, Carlos, hacía meses que no venía por casa: su nombre integraba una larga lista de “subversivos” buscados por las fuerzas represivas.
Mi mamá, Mercedes –o Mecha, como le decían todos-, trabajaba en el hospital, atendía nuestras demandas y esperaba noticias de su compañero. Ambos eran médicos y militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Ambos componen la nómina de 30.000 detenidos desaparecidos. No volvimos a saber nada de ellos.
¿Dónde está mi papá? ¿Cuándo viene? Mis preguntas debieron representar un peso insoportable para mi mamá. Desde marzo no se sabía nada de Carlos. Solo llegaban versiones contradictorias que desalentaban cualquier esperanza y aumentaban la angustia que rodeaba el entorno familiar.
El 7 de junio un grupo de tareas entró en la humilde casa en que vivíamos y secuestraron a Mecha. Y golpearon a mi tío. Y se burlaron de mi abuela. Mi hermano y yo, envueltos entre mantas en una habitación del fondo, debimos sentir muy cerca los golpes a la puerta de entrada, los gritos, los llantos, el ruido de las llantas del Ford Falcon que se llevaba a mi mamá y el vacío que sobrevino desde entonces.
¿Dónde se fue mi mamá? ¿Cuándo viene? Son inexplicables los mecanismos a partir de los cuales los niños conviven con la desolación hasta naturalizarla. En algún punto, las respuestas imprecisas, imposibles, asumen la lógica coherente de un relato que termina por desgastar -hasta agotar- las preguntas más elementales.

El ingreso a la educación formal es el primer espacio de socialización sistémica extra familiar. A esas alturas, todavía bajo el régimen, ya no había espacio para preguntas; ese lugar fue ocupado por un vacío que no se podía enunciar. “De eso no se habla”, es decir que “eso” no está, no pasó, no existe; nadie habla de lo que no pasó, y si no pasó no existe.
Entrada la democracia yo estaba en el cuarto grado. Había vuelto la libertad y –con ella- la posibilidad de decir.
¿Qué decir? Veía por la tele la desesperación de unas mujeres con pañuelo que pedían “aparición con vida”, los rostros de funcionarios prometiendo justicia, los gestos inmutables de señores uniformados que hablaban de cosas que no entendía. Sentía que todo eso no tenía que ver con mi mundo. Mi universo se cerraba en mi abuela –con quien vivía y a quien ya llamábamos “mamá”-, los deberes de la escuela, los juegos con mi hermano, las visitas de mis primos y tíos y poco más.
“Mamá, me ayudás con la tarea”. Mi abuela lloraba de impotencia. Qué sabía ella de ejercicios combinados si era una tana que apenas terminó el “primero inferior”, si sólo vivía para criar a sus nietos, los hijos de su Mecha que nunca volvió. Seguía llorando. ¿Por qué llorás mamita? ¿Te sentís mal?
Por esos días mi familia decidió que era el momento de contarnos lo ocurrido. Fue una noche, en casa de una tía. “Sus padres están muertos, los mataron los militares… eran personas maravillosas, pueden estar orgullosos de ellos”. ¿Por qué los mataron?, pregunté con una frialdad fingida. “Porque ayudaban a los demás, porque querían un país mejor”. La “noticia” explicaba, en parte, ese sentimiento de rareza, de absurdo, de ajenidad que me acompañaba todos los días. Esa noche, mi hermano y yo no dormimos, tampoco hablamos del tema.
En la radio decían que mis papás y otros señores ponían bombas, que eran violentos. “¿Sos hijo de terroristas?”, “¡Sos un guacho!”, “¡Pobre!, no tenés papá ni mamá”, ¿Por qué le decís mamá a esa señora vieja que te trae a la escuela?”… No tenía herramientas para hacer frente a la mirada del mundo; al fin de cuentas, un pibe de 10 años se encuentra en inferioridad de condiciones si consideramos que el mito de los dos demonios ya se había extendido como relato del poder oficial. La impotencia, la culpa, la vergüenza y la timidez aparecen, entonces, como síntomas de esa desigualdad.
Ya en la secundaria, el estudio de la historia no contemplaba en sus contenidos el repaso por la historia reciente. Sin embargo, las miradas de los profesores, de mis amigos y de la chica que me gustaba delataban cierta complicidad teñida de compasión. La pena es incompatible con el amor. La victimización, más tarde pude entenderlo, fue parte de la demonización.
La conclusión de mis estudios secundarios y la elección de una carrera universitaria marcaron el final de la vida de mi abuela. Doña María había llegado tan lejos como sus fuerzas le permitieron. Antes de dejarnos, así cómo me pedía que me abrigue antes de salir o que no olvidara llevar mi documento, me imploró que no me “meta en política”. Hice esa promesa con la convicción de que no podría cumplirla. Ya tenía decidido –y ella lo percibía- ir en búsqueda de mi identidad. “No quiero que se repita la historia” dijo con una voz temblorosa, cargada de miedo, de terror. Después se murió.
Ir al encuentro de una historia, individual y colectiva, supone un quiebre que pone en riesgo la propia subjetividad. Se trata de cuestionar a fondo los mitos, relatos y valores que tenemos internalizados, que vivimos como naturales. Eran los años de la “pacificación nacional”, el “fin de la las ideologías”, “el perdón y el olvido”. La impunidad de los genocidas les permitía caminar entre nosotros, hacer declaraciones en los medios y refregarnos su versión de la historia.
La asunción de mi condición de “hijo” de desaparecidos fue el punto cero de mi búsqueda. Me entrevisté con sus compañeros, sus colegas y amigos. Me hablaron de sus gustos personales, sus preferencias musicales y sus convicciones políticas. Me entusiasmé, me sorprendí, me emocioné, me enamoré de su vocación revolucionaria.
“Soy hijo de Carlos y de Mecha, y de los 30.000 desaparecidos”, me sorprendí diciendo en una tarde de marzo. Así como las Madres de Plaza de Mayo socializaron su maternidad, los hijos socializamos nuestra condición. Ese paso crucial no es un reflejo mecánico ni supone la ausencia del vacío y la desolación como sentimientos primarios. Es, más bien, parte de un proceso político complejo y lleno de contradicciones que opera como contenedor de las individualidades y como impulsor de nuevos relatos que intervienen en la lucha simbólica por definir los márgenes de la memoria colectiva.
Entonces, la memoria de un pueblo sobre su pasado no puede ser penetrada sino a través de la constitución de identidades colectivas que son, a su vez, mucho más que la suma de las identidades personales.
Hoy tengo más años de los que tenían Carlos y Mecha cuando fueron secuestrados. Sus caras jóvenes, llenas de ilusión y compromiso se confunden con otras tantas entre las pancartas de una movilización. Mis hijos conocen la historia de sus abuelos y crecen en un país con memoria, verdad y justicia. Yo sigo en la búsqueda, ahora con la fortaleza que da el compromiso con la militancia política y con los ideales de aquella generación maravillosa. Y ese niño que fui vuelve todos los días para preguntar por sus padres.
¿Dónde se fue mi papá? ¿Dónde está mi mamá? ¿Cuándo vienen?
* El autor es periodista e investigador universitario, doctor en Comunicación Social de la UNLP, director de Radio Nacional Mendoza y Director Adjunto de APAS. Militante por los derechos humanos e hijo de desaparecidos. La foto muestra al autor de este texto junto a sus padres, Mercedes y Carlos, ambos desparecidos durante la dictadura.


Fuente, AgePeBa.


GB

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