domingo, 30 de diciembre de 2012

UN RELATO DE LA REVOLUCION SETEMBRINA.

ZONA LITERARIA
Generalmente, en septiembre
Un texto de Bernardo Jobson *

La requisitoria, urgente, no exenta de cierto temor inexplicable pero real, hecha en una media voz un tanto angustiosa (porque se suponía que a esa hora nadie en los calabozos podía arrogarse el derecho de estar despierto a menos que lo estuviera por motivos ajenos a su voluntad, como ser aburrimiento del sargento de guardia que piensa que son las tres de la mañana y yo muerto de frío y sueño y esos calaboceros hijos de puta durmiendo como ángeles), tenía como destinatario al gordo Saavedra, apostado en los calabozos, tieso, con el miedo recorriéndolo de arriba abajo, quiero ir al baño, esperá que me releven che, no, quiero ir ahora, dale que me estoy meando, esperá un ratito ¿eh?, y el gordo que se aleja dos pasos como dando por terminado el asunto mientras el otro se meaba en serio.

—¿El gordo Saavedra está apostado aquí? —dijo García (varios artículos del R.L.M. 2da) y una puteada muda salió de sus ojos, atravesó la puerta y fue a cubrir todo el exuberante físico del gordo.

—Ya me parecía que esto iba demasiado bien —agregó Encinas (art.8, R.L.M. 2da), mientras abandonaba su calabozo semidormido—. Justo tenía que tocarnos ese gordo ortiva —se quejó.

Algunos remisos, movidos por la curiosidad, fueron engrosando la reunión extraordinaria cuyo orden del día era “El gordo Saavedra. Cómo sobrellevar sus cuatro guardias”.

García, el más experimentado de todos los convictos, violador de los artículos más sabrosos del R.L.M., oficiaba de secretario adhoc y formuló la primera moción:

—Vamos a tener que cuidamos como de mearnos encima.

—Me parece que sí —refirmé—. Y no te creas que estás haciendo ninguna imagen...

Como nadie entendió bien, expliqué que con el gordo uno se meaba encima sin grupo, porque cada vez que se le pide ir al baño, el gordo cree que uno quiere fugarse, previo incendio del polvorín.

Pero ahora el asunto es grave. Nadie sabe por qué, pero algo flota en el ambiente cálido, insoportable de 18 tipos de veinte años, sucios, indiferentes a todo lo que no sea dormir y fumar mientras el soldado de la puerta sea piola, inventando una promiscuidad que provocaría problemas en un establo, durmiendo plácidamente cuerpo contra cuerpo, en medio de torbellinos freudianos cuya terapia simple y majestuosa es una patada, un empujón, un insulto mascullado con torpeza y sueño. Y que es grave lo denuncian 18 tipos levantados a las tres de la mañana, absolutamente despiertos, ávidos de información, sin siquiera la posibilidad de comentar en voz natural los acontecimientos que, por otra parte, ninguno alcanza a sospechar.

García, abriéndose paso entre una mezcolanza informe y todavía tibia de colchones, mantas y almohadas, se acerca y me habla al oído:

—¿Y, flaco?

—Esperá. Al gordo tengo que trabajármelo, si no, no me va a decir nada.

—¿Pero, sabés algo?

—No. Todavía no.

—Yo subí hasta la ventana. Algunas luces de las baterías están prendidas. Me parece que alguna podrida hay.

Desde la guardia llegan voces ininteligibles, gente que corre y le digo a García que se calle para ver si pesco algo. El jefe de guardia, evidentemente nervioso, ordena algo que no entiendo y se escuchan taconeos, corridas; el teléfono suena, ruido del puesto 1, bueno, sí, entendido.

García empieza a ponerse nervioso, mientras atrás todos se arremolinan tratando de averiguar. Lo llamo al gordo.

—Gordo... —le digo con mi mejor voz.

—Callate —me dice—. Callate o llamo al sargento.

—Pero, gordo... no te pongas así. ¿A un compañero de batería lo tratás de esa manera? ¿Ya te olvidaste lo que dijo el teniente primero del espíritu de cuerpo?

—Callate —me vuelve a exigir.

—En serio, gordo, ¿qué te cuesta? Andá... sólo tenés que decirme qué pasa y nada más... No te van a fusilar por eso.

—La consigna del puesto dice que...

—Que te vayas a la puta que te parió, gordo maricón, alcahuete hijo de puta —acota interrumpiéndolo García y echando a perder mi trabajo de ablandamiento.

El gordo, ofendido, herido, parece más gordo que nunca. Ordeno a García y a los demás que se vayan para atrás así Saavedra no los ve y luego de unos segundos cambio de táctica y me juego el todo por el todo.

—Gordo... gordo de mierda, cagón, alcahuete del sardo... Si no me decís qué pasa, te lo juro por mi madre que apenas salga de aquí te doy tal marimba de palos que ni tu vieja te va a conocer. Y me importa un carajo que se lo cuentes al Ministro de Guerra. Te voy a romper el alma a patadas, aunque después me manden a Martín García por tres años, gordo hijo de mil putas.

Mientras un sudor frío me corre por la espalda y en el estómago se me aposenta un ladrillo de plomo, entreveo por la pequeña ventana que Saavedra recibió el impacto. Le hago un gesto a García de que ya lo tengo, ya lo tengo, algunos no pueden dominarse y se acercan al gordo que, con aquel miedo que lo recorría de arriba abajo, me susurra:

—Hay lío en Buenos Aires.

Te dije que se iba a armar, la revolución, la podrida, viste que a Perón lo rajan, ¿no te dije?, debe ser Campo de Mayo; alguien tiene un primo en el 3 de infantería, esta vez al Loco lo rajan, nadie lo raja al Loco, guacho, puestos 1 y 2 reforzados con dos ametralladoras, mande un soldado a la 5ta., que manden tres soldados más, sí, señor, jefe de guardia, entendido, sí, entendido, no te dije que había podrida, vas a ver los metalúrgicos cuando se enteren que lo quieren joder al líder, sí, la doce como siete, sí mi teniente primero, soldado, dije rápido ¡carajo!, la doce como siete, no te asustés, gordo, ya pasó.

García enciende un cigarrillo con total displicencia, nadie se va a fijar que un calabocero fume, y se sienta sobre un colchón, meditando, mientras en la guardia arrecian las órdenes y las corridas. Le pido un rubio —los míos los escondí en el depósito de agua del baño al que yo sólo puedo alcanzar subiéndome al inodoro— y me lo da.

—Parece que se armó —le comento.

—Sí.

—¿Será Campo de Mayo?

García alza los hombros. Le da lo mismo.

—A lo mejor es ese general... ¿cómo se llama? Ese que cada dos por tres anda jodiendo.

García alza un solo hombro esta vez, torciendo un poco la cara. También le da lo mismo cualquier general.

—Mirá si en una de esas vamos a Buenos Aires —le digo entusiasmado con la idea.

Me mira. Piensa en la posibilidad unos segundos, le gusta, acomoda la manta y la almohada, bosteza, y con la voz semiahogada por las mantas que empiezan a cubrirlo mansa y tibiamente. comenta:

—Tenés razón... años que no voy a Buenos Aires... Mirá qué casualidad, desde la última revolución.

Y se va a dormir. Apoyo nuevamente la oreja en la pequeña ventana, le sonrío al gordo que está a punto de derretirse y desde la guardia llega, pletórica de estática y dramatismo, con música de fondo acorde al show y con no sé cuántos muertos ya, Radio Colonia.

Las intenciones de García duran poco. A las cinco y media, con un frío que Dios tirita, todo el mundo está de pie, hay serias dudas con respecto al mate cocido, nadie se ha lavado, se han emitido unos 800 dejame de joder con la revolución, por qué no se dejarán de hinchar las pelotas con las revoluciones que ya me tienen podrido, hace tres días que no duermo, empiezan a formarse colas frente a las salas de armas, algunos miran la Ballester Molina y le preguntan al de al Iado cómo se maneja y qué quiere decir eso del seguro, para qué sirve, che, el suboficial de semana toma el último mate antes de ofrendar su vida a la patria, mientras alguno hace cuerpo a tierra porque no enrolló bien la manta, ir al baño pasa a constituirse en la undécima proeza de Hércules, me parece que minga de mate cocido, algunos van a conocer Buenos Aires por primera vez, lústrese bien los borceguíes, soldado, nadie se mueve de aquí, llegan las primeras explosiones de Tracción Mecánica, che, no es joda, parece que esta vez es en serio, escuchá los frontales, sí, vamos a Buenos Aires, flaco, qué grande, por qué no me habré afeitado, cuerpo a tierra, tengan cuidado con esos 45 reclutones, a mí no me dieron cargadores, mi sargento, el seguro es éste y cuando salga al primer tiro va a quedar sentado de culo, soldadito.

A las seis y media, en los calabozos, la tensión puede ser tocada con la mano. Los enseres de dormir, apilados con prolijidad que ya la quisiera cualquier hogar católico de empleadas, dan la pauta de que la esperanza se ha generalizado entre los convictos. Antecedentes hay —provistos por García— de que las penas leves no interesan y que antes está el porvenir de la patria que un abandono del puesto de guardia más o menos, alguna que otra deserción.

Afuera, el regimiento hierve. Soldados que aparecen de cualquier lado limpian los cañones de 40 mm. y los mastodontes de 90 van al patio de armas, como elefantes dopados. Frente al polvorín, se entrecruzan 8.000 órdenes al mismo tiempo, la confusión es total, un par de soldados se va con una caja de proyectiles de fogueo, otro saca la 45 para mostrar que la cacha ya está rota y después no me vengan con que me la van a cobrar, los Studebaker y los Ford canadienses tosen su letargo de meses, quien más quien menos piensa que con esos camiones si llegamos a Dolores gracias, ya es definitivo que mate cocido no, hay que ir a la guerra hambrientos, somnolientos y cansados como corresponde, atraviesan la guardia los primeros camiones que traen a los oficiales y suboficiales de la ciudad, los saludos son rápidos, escuetos, las órdenes precisas, breves, todos corren o tratan de hacerlo, las 12,7 ya están alineadas, las de 20 mm. se quedan, se salvó la 4ta. pero no tanto porque se queda, se corre la voz de que el 20 por ciento se queda, cunde la desesperación en algunos, llega el teniente primero a la batería y en el calabozo irrumpe, de pronto, acompañado del jefe de guardia el teniente coronel, jefe de la escuela, imponentemente militar, en traje de fajina, y los microbios ofensores del arma y el uniforme se apoyan contra la pared y las preguntas van y vienen. El control, que debe ser ejercido por el jefe de guardia, desaparece. No se puede controlar la veracidad de la declaración de un soldado, cuyo registro de entrada con la explicación del delito está vaya a saber uno en qué folio, cuando en Buenos Aires se ha levantado Campo de Mayo.

García está transformado. Lo miro de reojo y es la imagen más pura del soldado argentino desde el granadero a caballo hasta aquí.

—¿Castigo? —pregunta el teniente coronel.

Y García incorpora a la historia la respuesta más ininteligible de que se tenga memoria, pero ya avanzan los tanques sobre Buenos Aires, así que:

—Preséntese a la batería inmediatamente con castigo cumplido.

—Entendido, mi teniente coronel.

Saluda a los tenientes de la guardia imperial vienesa y sale antes de que el teniente coronel tenga tiempo de recapacitar sobre su cara y su infracción.

Yo ya he reparado mi falta leve, reincidente en llegar tarde de un franco, hay un segundo de duda, creo morir ahí no más, lo que pasa es que hice abandono del puesto de guardia con el agravante de haber sido encontrado durmiendo en el dormitorio de la batería, razón por la cual el mismo teniente coronel que tengo a mi frente me endilgó diez días más de la pena original, pero escucho el afuera paso vivo, y mientras tropiezo con medio cuartel pienso qué quedará en mi ropero que ha estado expuesto a la intemperie del libre albedrío y la buena voluntad de mis compañeritos de armas. En la puerta, me da la bienvenida el sargento:

—¿A vos también te largaron? —me pregunta asombrado.

Lo saludo haciéndome el soldado formal ante una emergencia importante y que no considera la burla del superior.

—Vos y García juntos... el teniente coronel debe estar loco...

—No está loco, mi sargento. Lo que pasa es que quiere ganar la guerra.

La patada que me larga la esquivo a tiempo y me meto en la batería. Seleccionando sus pertenencias con motivo de su próximo viaje a Buenos Aires, está Benedetto, que al verme me abraza como si yo regresara de Ushuaia.

—¡Flaco! ¡Te largaron! ¡Vamos a Buenos Aires!



—¿Sabés algo? —le pregunto con indiferencia.

—No sé... corrió una bola que Campo de Mayo se levantó esta madrugada.

—¿Tan temprano? ¿Para qué?

—¿Cómo para qué?

—Sí. ¿Para qué?

Y cuando me dispongo a explicarle la inmensa sutileza que encierra mi pregunta, escuchamos:

—Porque hay una camarilla de generales reaccionarios que no les gusta que Perón le dé al pueblo lo que el pueblo necesita.

La respuesta proviene del soldado clase 30 Benítez, Adolfo.

—Empezando por él, le digo. Como también forma parte del pueblo y la caridad empieza por casa...

—Lo que pasa es que vos sos un oligarca igual que estos generalotes que le quieren mover el piso. Vas a ver cuando el líder mueva a la C.G.T.

—Sí, siempre y cuando les prometa el San Perón para mañana, porque si no... —y con la mano empiezo a moverme como Perón, sonriendo y esperando que la plaza de Mayo grite mañana San Perón.

Benítez se queda parado frente al ropero, mirándome con la rabia escapándole por las orejas. La mirada mía perdida ahora en el maremágnum del ropero, inventariando toda de una ojeada, no percibe su gesto y sólo cuando siento sus manos cercanas y el grito de Benedetto, atino a separarme de la cama.

—¡Oligarca hijo de puta!

El batifondo llega al sargento que se acerca y nos separa.

—Me jugaba la cabeza que eras vos sin verte. ¿Ya volviste?

—Pero, mi sargento. Este desgraciado se me tiró encima. Además, está medio loco, me dijo oligarca.

—Claro que sí, sos un oligarca reaccionario y vendepatria.

—Andá que te rompa el culo el líder —le aconsejo suavemente.

—Cállese la boca soldado, o lo mando al calabozo de vuelta y le juro que esta vez no lo saca ni Dios. ¿Entendido? —Entiendo. El sargento tiene cara de cumplir promesas y me callo la boca, mientras Benítez comenta con Di Fiore mi oligarquía reaccionaria.

—En el primer renuncio que te agarre —agrega el sargento mientras le salen fogatas de los ojos— te vas a acordar de mí para toda la vida. ¿Me entendiste, no?

—Sí, mi sargento —y agrego con los ojos: ¿cómo voy a hacer para olvidarte nunca?

—Y las peleítas por política me las suspendés hasta mañana, Benítez. ¿Entendiste?

Benítez le dice que sí con un gesto leve y me dedica otro mucho más profundo y sensato que dice que todavía no terminamos la cuestión, ¡oligarca!

Benedetto reaparece completamente vestido y cuando me doy vuelta hacia él lo miro de arriba abajo: el correaje brilla a una intensidad nunca lograda en los anales de las tres armas, los borceguíes parecen comprados en Guante, la chaquetilla y los pantalones en Cervantes. Pero lo más imponente, lo que me provoca un extraño escalofrío, la risa de la vieja de la fila de atrás cuando Hitchcock juega en la escena cumbre, es el casco. Lo tiene metido de tal manera que la cara le empieza en los ojos, y algunos atributos ortodoxos han desaparecido, a saber frente y orejas. Benedetto va a la guerra y espera salirle al paso con absoluta prestancia varonil. De pronto, se acomoda la 45, se estira la chaquetilla y me mira para que yo confirme su elegancia y atractivo. Pero no está para chistes. Sus ojos están mirando algo en la lejanía, su mente se absuelve en ese instante vaya uno a saber hacia qué extrañas tierras, qué osadas invasiones, qué insólitas heroicidades. De todo eso lo rescata el sargento que vuelve del baño y tomando un mate que le alcanza su mulato privado.

—Benedetto —le dice; mientras Benedetto se cuadra, se le cae un poco más el casco y espera la orden de asalto a la Colina 14.

—Ordene, mi sargento.

—Benedetto... ¿estás loco?

—¿Cómo, mi sargento?

—Que si estás loco. Sacate ese casco.

—Pero, mi sargento...

—Sacate ese casco, no seas idiota. Y vos... ¿decidiste ya venir con nosotros o lo estás pensando todavía?

—Mi sargento —le digo—. Me han hurtado una media.

—Jodete —me responde.

—Pero, mi sargento, ¿cómo voy a ir a la guerra con una media sola? Después de todo, ¿adónde me han metido? Aquí no se respeta la propiedad privada. Hasta una latita de paté de fuá que tenía escondida en el ropero me han robado. De pedo no más me han dejado el colchón. ¿Dónde me han metido, mi sargento?

Y mientras intento por última vez encontrar la media limpia, que con tanto esmero y cuidado había pretendido que me durara hasta el primer franco, el sargento pega un atención que se me mete por la nuca y cuando me doy vuelta para decirle si está loco o qué, veo a través de la cama al teniente primero, parado en la entrada, escrutando a su brigada ligera. El sargento va hacia él, saluda, recibe algunas instrucciones mientras yo sigo buscando la famosa media. Por centésima nonagésima vez escuchamos la admonición de que si la batería no está lista en dos minutos, mejor nos encomendamos al cielo y, en consecuencia, decido afrontar las próximas hostilidades con una media menos El sargento vuelve a inspeccionarme personalmente según su costumbre, me pregunta si ya volví de la guerra, le pregunto por qué y me responde que la ropa que tengo puesta parece tener quince años de campaña intensa en el bañado de Flores. Cuando comprueba que he accedido unirme a la batería y se vuelve para irse, lo paro.

—Mi sargento...

Se da vuelta, pero ya le he visto en la espalda el aviso de que no me haga el gracioso.

—¿Soldado?

—Mi sargento... Permiso para hacer una pregunta.

Ante la formalidad, no sabe si sorpresiva por la manera que la hago o porque es la primera vez que la oye, me mira sospechosamente.

—Adelante.

—Mi sargento, ¿es cierto que hay una revolución en Buenos Aires?

—Usted obedece las órdenes de sus superiores y basta.

—Pero, mi sargento, queremos saber si...

—Nada. Cállese la boca y obedezca.

Entonces tengo que apelar a todas mis reservas sobre psicología castrense aplicada. Bajando la cara, le digo:

—Perdón, mi sargento. Creí que usted ya sabía. ¿Puedo proseguir?

El sargento responde al estímulo, se inflama, desecha los deseos de asfixiarme y me dice:

—Hay revolución en Buenos Aires, reclutón. Salimos en seguida con el 80 por ciento de los efectivos y vamos a defender Puerto Nuevo. ¿Algo más, reclutón?

—No, mi sargento. Gracias, mi sargento.

Es entonces que, inopinadamente, cuando nada lo hace prever, Di Fiore, que ha estado presenciando la escena, se acerca, y como si preguntara si me gustó la película que dan en el Rex, le pregunta al sargento:

—Mi sargento... y nosotros, ¿para qué lado pateamos?

No sé por que ignorado avatar del destino, la batería, exactamente en ese momento, se ha recogido en un silencio total y la pregunta de Di Fiore, inocentemente informativa, adquiere dimensiones de catedral gótica. El sargento lo advierte, 190 ojos se clavan en él, abre desmesuradamente la boca y cuando la incógnita está por develarse, dice: todo el mundo afuera, paso vivo; carajo, reclutones .

Afuera rugen enloquecidos los frontales canadienses, todos corren, hay urgencia instintiva de correr, de gritar, de equivocarse de camión. Benítez se sienta frente a mí y me susurra un “si somos rebeldes me hago desertor, vas a ver”, yo le susurro “la joda será saber quién carajo es rebelde y quién no”, Benedetto vuelve a perderse en lejanas proezas guerreras, García mira su agenda eligiendo desde ya a qué mina va a llamar primero no bien lleguemos a Buenos Aires, el sargento pasa e inspecciona el camión y me ruega que no me haga el loco y salte del camión en Dolores, que este asunto es serio, te lo juro, Di Fiore vuelve a mirarlo y a preguntarle con los ojos pero el sargento se va, enganchan el Befors de 40 a la culata, todos nos preguntamos qué pasará si por ese caño entran a salir los chumbos en serio, los mismos que están ahora debajo de los asientos, todos nos hemos pasado seis meses armándolos y desarmándolos cuatro veces por semana hasta llegar a odiarlos, armándolos y desarmándolos cuatro veces por semana con las mismas órdenes, los mismos hechos, la misma gente, sirviente cuatro aquí, paso vivo carajo, sirviente dos, levante la mira horizontal carajo, para dónde está apuntando reclutón, se trabó aquí, mi teniente, no se trabó nada, lo que pasa es que ustedes son una manga de empachados, cuerpo a tierra, carrera mar, cuerpo a tierra, cuatro meses de la misma letanía matutina, con el hambre recorriéndonos los cuatro costados del cuerpo, el sueño invadiéndonos en cualquier momento y posición, carrera mar a los baños, lavarse la cara, paso vivo aquí, a ver soldado Benítez explique a sus compañeros qué es la trayectoria de un proyectil, la parábola que yo expliqué la semana pasada, soldadito, y el proyectil de Benítez sale no se sabe cómo y llega no se sabe dónde, y carrera mar a la pieza, y desmontar tubo y fijar mira vertical, colocar seguro, uno, dos, tres, cuatro, muy bien, quince segundos, descanso para fumar un cigarrillo y atención, carrera mar a la pieza, y desmontar y armar y colocar y sufrir y aguantar, preguntarse, hacer, cuatro meses, abril, mayo, junio, julio y agosto también y ahora nuestro monstruo privado nos acompaña, monstruo al que nunca le hemos disparado un solo tiro, que no sabemos qué ruido hace, que uno aprieta el disparador, nos han dicho, y salen los chumbos de 40 uno atrás del otro como enajenados pero no sabemos cómo, no sabemos cómo.

Di Fiore me sonríe levemente, el conductor pone la primera, arrancamos, tragamos saliva sin decirnos nada, la guardia nos mira sin que pueda decir qué sienten —tristeza porque nos vamos y ellos no, tristeza porque nos compadecen o nos envidian— y cuando enfrentamos el camino, García se levanta, se asoma sacando la cabeza fuera del camión y formando con sus dedos el tubo de aire pertinente a su intención, lo apunta hacia el cuartel que se va alejando y, onomatopéyicamente, le rinde su homenaje.


* Bernardo Jobson nació en 1930 en Vera, Santa Fe. Participó en la redacción de las revistas El escarabajo de oro y El ornitorrinco, en las que publicó gran parte de su obra. Su sardónico sentido del humor y el desenfado de sus textos le granjearon un lugar destacado en la literatura de su generación. En 1972 el Centro Editor de América Latina publica El fideo más largo del mundo, volumen que recoge la totalidad de sus cuentos. El libro logra una inmediata difusión, siendo el primer título del CEAL en agotar varias ediciones. Murió en 1986.


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