miércoles, 13 de febrero de 2013

SORPRESA EN EL VATICANO POR WASHINGTON URANGA

A DECISION ESTABA DESDE HACE MESES PERO SE MANTUVO EN RESERVA Una sorpresa en el Vaticano Benedicto XVI ya había decidido su renuncia tras el viaje a México y Cuba pero mantuvo esta decisión en absoluta reserva. Sólo su hermano Georg Ratzinger, de 89 años, estaba informado. Por Washington Uranga Es evidente que Benedicto XVI no tomó la decisión de renunciar al papado de manera precipitada, sino que su determinación fue largamente meditada. Se puede decir incluso que la reserva y el sigilo –que por otra parte son muy propios de la jerarquía de la Iglesia Católica– fueron en este caso un ingrediente fundamental de la estrategia planteada por el pontífice renunciante: debía sorprender a todos con el anuncio, entre otros motivos para evitar presiones y el armado de nuevas conspiraciones, una de las razones nunca dichas detrás de la determinación de la dimisión. En su editorial de ayer, con la firma de Giovanni Maria Vian, L’Osservatore Romano, el periódico oficial de la Santa Sede, sostiene que “la decisión del Pontífice se tomó hace muchos meses, tras el viaje a México y a Cuba, y con una reserva que nadie pudo romper”. Aparentemente sólo su hermano, el también sacerdote Georg Ratzinger (89 años), estuvo al tanto de la decisión que había adoptado Benedicto XVI. La medida tomó por sorpresa incluso a quienes están acostumbrados a moverse en los pasillos vaticanos. A tal punto que hubo desconcierto respecto de qué hacer, cómo moverse y qué decir. Faltaron, también a los cardenales más experimentados, las palabras adecuadas. La mayoría recurrió al agradecimiento por la labor de Benedicto XVI y ahora se programa un gran homenaje público para el 28 de febrero, fecha en que se hará efectiva la dimisión. Sobre el futuro, poco para decir. Evidentemente no estaban preparados. La mayoría, casi por reflejos, optó por refugiarse en la frase hecha: “que el nuevo Papa sea el que el Espíritu Santo quiera y quien mejor le haga la Iglesia”. Indiscutible. Salvo por un detalle: que ese Papa tiene que ser elegido por 118 cardenales que están atravesados por sus propias luchas de poder y presionados por encontrar respuestas alternativas para una Iglesia Católica que pierde espacio tanto en la feligresía como en la consideración política, ética y cultural de toda la humanidad. Y por más que se aíslen en el Vaticano, no tomen contacto con nadie durante los días de la elección y se refugien en la Capilla Sixtina para la votación, todos los electores llegarán a Roma cargados de sus propias historias, con las marcas y preocupaciones que traen desde sus países de origen y, no menos, cargando con ambiciones, algunas de ellas institucionales pensando en el futuro del catolicismo, pero otras también personales. El arzobispo de Cracovia, Stanislaw Dziwisz, quien fuera durante cuarenta años secretario de Juan Pablo II, dijo el mismo lunes que Karol Wojtyla “guió la Iglesia hasta el final” llevando su pontificado hasta su último aliento “gracias a su fe”. El cardenal polaco –de quien se dice es íntimo amigo del también cardenal Angelo Sodano, el decano del colegio cardenalicio y figura muy influyente durante el pontificado de Wojtyla– sostiene que “de la Cruz no se desciende”. Para leer entre líneas: a la “vieja guardia” vaticana no le gustó la decisión de Benedicto XVI y están tan molestos como sorprendidos. Fue precisamente este grupo mayoritariamente conservador el que llevó a Josef Ratzinger al pontificado para afirmar una perspectiva conservadora en la Iglesia Católica. Benedicto XVI fue fiel a ese mandato mientras ejerció el pontificado... pero al concretar su renuncia de alguna manera “pateó el tablero”, buscó desarmar las intrigas y, por este camino, invitó a repensar todo. Incluso el propio pontificado al sentar un precedente que puede marcar a sus sucesores. Le puso además un toque de humanidad a una Iglesia que se obstina en sacralizar a su jerarquía. “Es de sobra sabido que el cardenal Ratzinger no buscó de modo alguno la elección al pontificado y que la aceptó con la sencillez propia de quien verdaderamente confía su vida a Dios”, se afirma en el editorial de L’Osservatore Romano. Benedicto XVI, más allá de su posición doctrinal, se consideró siempre un “Papa de transición” y lo concretó con su renuncia poco antes de los ocho años de asumir. En los próximos días se pondrá en escena la lucha por la sucesión, aún mucho antes de que se reúna formalmente el cónclave en la fecha que se lo convoque durante el mes de marzo. Pero las conversaciones, las negociaciones y los acuerdos serán casi tan secretos y reservados como lo estuvo la renuncia papal. Lo que aparezca en los medios de comunicación, los trascendidos y las candidaturas quizá poco tengan que ver con lo que finalmente se vote en la Capilla Sixtina. Y un gran interrogante es cuál será el papel de Benedicto XVI antes, durante y después de la elección. Porque, como bien lo dijo su hermano y confidente Ratzinger, “no va a ser un jubilado de tiempo completo. No se quedará sentado esperando a que acabe el día”. DOS MIRADAS SOBRE LA GESTION Y LA PERSONALIDAD DEL PAPA Lo que deja Benedicto Por Juan Cruz Esquivel * Entre la tradición y la razón El anuncio de la renuncia de Benedicto XVI ocupa el centro de la agenda mediática del mundo occidental. Mientras se suceden los comentarios sobre los motivos de su dimisión (el cuarto en la historia de la Iglesia Católica, aunque el anterior había sido Gregorio XII en 1515), podemos esbozar un análisis sobre su gestión al frente de la institución eclesiástica durante más de siete años. No ha sido la búsqueda de grandes consensos sino la reafirmación identitaria el eje del pontificado de Benedicto XVI. Desde un marco teológico portador de una visión pesimista de la sociedad, el “relativismo cultural”, el “secularismo”, el hedonismo y el consumismo han sido recurrentemente señalados como los componentes superlativos de la vida social moderna. De allí, su preocupación pastoral por reestablecer el sustrato cristiano como “realidad fundante”. El centro de su batalla se ha localizado en Europa, epicentro de la civilización cristiana, que se debate entre una secularización creciente de la vida cotidiana, una mayor laicización de las legislaciones y un crecimiento del Islam, a partir de los constantes flujos migratorios. Sus mayores esfuerzos estuvieron signados por la misión de revertir el estado de “descristianización” del Viejo Continente. Si bien estuvo en América latina en dos oportunidades –Brasil en 2007 y México y Cuba en 2012–, su presencia no alcanzó los ribetes carismáticos y de movilización popular logrados por Juan Pablo II en cada una de sus visitas. Sus intervenciones denotaron cierto universalismo en su concepción eclesiológica, desconociendo las particularidades de la realidad social, cultural y religiosa de esta región. Su perspectiva eurocéntrica lo llevó incluso a incurrir en una falsedad histórica, cuando sostuvo que “el anuncio de Jesús y de su Evangelio no comportó una alienación de las culturas precolombinas ni una imposición de una cultura extranjera” (1). Las transformaciones que se suscitan cotidianamente en el plano social, cultural y religioso han sido abordadas por Benedicto XVI desde una postura defensiva. Los procesos de ampliación de derechos civiles (matrimonio entre personas del mismo sexo, despenalización del aborto, eutanasia, identidad de género, etc.), fueron interpretados como ofensivas contra la ley natural y los principios cristianos. Lejos de percibir los “signos de los tiempos” como actuales interpelaciones de Dios, su apuesta se circunscribió a la reafirmación de los dogmas católicos, aunque ello implicara una mayor sangría de sus cuadros internos y un mayor distanciamiento de su feligresía. Ahora bien, no se trata solamente de una estrategia de reafirmación de postulados. En la batalla contra los tiempos actuales, Benedicto XVI reprodujo un esquema de confrontación y combate contra un enemigo, factor intrínseco de la conformación identitaria católica: primero las cruzadas, luego la modernidad, el comunismo, el capitalismo globalizado, la idolatría del mercado y, en los últimos tiempos, una posmodernidad “secularizada”. Por su impronta eclesiológica, podría pensarse en calificarlo como integrista, pero de su trama discursiva subyace menos la vuelta a un pasado medieval que la construcción de una racionalidad no escindida de la presencia de Dios. A la racionalidad científico-técnica de la Ilustración y el positivismo propuso otra racionalidad: “Nuestra intención no es retirarnos o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso”, diría en la Universidad de Ratisbona en 2006. En una clara alusión a las limitaciones de la epistemología positivista, esgrimió que “si la razón y la fe se vuelven a encontrar unidas de un modo nuevo, si superamos la limitación, autodecretada, de la razón a lo que se puede verificar con la experimentación, le abrimos nuevamente toda su amplitud”. Por otro lado, ciertos aspectos de la personalidad de Benedicto ayudan a comprender un perfil pastoral que pretendió articular un tipo de tradición con un tipo de racionalidad. Se trató –se trata aún– de un papa intelectual, con trayectoria en la docencia universitaria, en contraposición con los itinerarios más pastorales de otros religiosos. Durante 25 años presidió la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio) en el Vaticano, desde la cual incorporó la censura como actitud permanente. Desde allí, era presumible que la prioridad de su papado no serían la peregrinación por el mundo y el contacto con las diversas realidades, sino el cuidado de la ortodoxia doctrinaria y una sólida reafirmación teológica. En sus pocos años de pontificado, publicó tres libros y escribió tres encíclicas que reflejaron su sustrato intelectual. En cinco consistorios, Benedicto XVI nombró 90 cardenales, aunque no todos en condiciones de ser electores del próximo Sumo Pontífice, dado que han superado los 80 años. La decisión del cónclave, en marzo próximo, permitirá vislumbrar los márgenes de continuidad y de cambios en el rumbo de la institución católica en el futuro cercano. (1) Con esta afirmación contradijo al propio Juan Pablo II, quien con motivo del quinto centenario del descubrimiento de América pidió perdón por el genocidio realizado en nombre de Cristo a los indígenas que habitaban lo que es hoy la América latina y el Caribe, en la época de la conquista. * Doctor en Sociología. Conicet-UNAJ/UBA. La renuncia, el último anticuerpo Por Adrián Vitali * ¿Por qué nadie sabía de la decisión de la renuncia de Benedicto en el Estado vaticano? ¿Por qué no se la comentó a nadie? ¿Por qué Benedicto dudaba de todos? Quizá Benedicto XVI aprendió de la historia de uno de sus antecesores, Juan Pablo I, cuando comentó a sus íntimos que tenía dudas sobre los fondos del Banco Ambrosiano y apareció muerto piadosamente en su habitación. Benedicto no llamó a sus cardenales para presentarles la renuncia. La hizo pública en un acto eclesiástico. Tal vez buscando proteger su vida en la opinión pública mundial, porque para los jerarcas eclesiásticos la renuncia es un signo de debilidad y la debilidad en el poder se paga con la vida. Benedicto no se sentía seguro en el Vaticano y su renuncia era lo último que tenía como anticuerpo. Benedicto llegó al poder con los votos de la mayoría de los cardenales y terminó siendo un papa solitario y débil desde que cambió la política de Juan Pablo II sobre la pederastia. Empezaron las divisiones en el colegio cardenalicio y en febrero del 2012 se denunció un complot para asesinarlo en noviembre de ese mismo año. En mayo de ese año su mayordomo fue acusado de filtrar documentos confidenciales, entregando sus cartas personales a un periodista para que las publicara en un libro. Después de la muerte de Juan Pablo II, el Vaticano no pudo seguir ocultando su larga crisis moral y la pederastia se instaló en la opinión pública y en su pontificado como un delito aberrante, que se trasladó a una profunda crisis económica (la Iglesia pagó 2000 millones de dólares en indemnización por los abusos de sacerdotes y obispos a menores) y hoy termina en una profunda crisis política y de gobernabilidad. El Vaticano no quedó inmune a la crisis de la Eurozona y se quedó sin su monarca. Por más que se la quiera disfrazar a la renuncia de Benedicto XVI con relatos históricos, este hecho es tan grave como la dimisión de cualquier presidente o primer ministro de cualquier país. No se puede negar que hay una crisis política en la conducción del Vaticano. Pero tampoco se puede negar que los intereses y los problemas del Vaticano poco tienen que ver con los problemas de Jesús de Nazaret. * Ex sacerdote. Coautor de Cinco curas, confesiones silenciadas. 13/02/13 Página|12 GB

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