martes, 16 de abril de 2013

Criminalidad y absurdo, un vínculo persistentePor Ricardo Ragendorfer

Los delitos poseen la tenue estructura de chiste que siempre revolotea sobre las tragedias humanas. Por Ricardo Ragendorfer Una creencia tal vez acuñada por la novela policial inglesa asegura que todo crimen debe incluir su respectivo misterio. Aquella premisa también suele ser aplicada a los episodios sangrientos de la vida real. Por consiguiente, en pocas ocasiones la prensa especializada se muestra dispuesta a no explotar esta veta. Pero las acciones delictivas poseen, además, enigmas de otro signo: pequeños disparadores, detalles imperceptibles, escenas ocultas y la tenue estructura de chiste que siempre revolotea sobre las tragedias humanas. Porque ya se sabe que la crueldad es apenas una provincia de la estupidez. Y habitada por una heterogénea laya de personajes que, de modo espontáneo o calculadamente, brincaron por encima de la delgada línea que divide la existencia cotidiana del horror, en un paso de baile extremo que los marcó para siempre. ¿Qué pensará al respecto el insigne barrabrava Mauro Martín? Lo cierto es que el estrepitoso derrumbe de su carrera como jefe máximo de La Doce, la hinchada más influyente del país, y su encarcelamiento por homicidio simple –en una causa judicial que mantiene también tras las rejas a su propio cuñado, a un lugarteniente suyo y al mismísimo arquero titular de San Lorenzo, Pablo Migliore, a lo que se suman sendas órdenes de captura para otros dos altos dignatarios de aquella ONG–, constituye un ejemplo acerca del persistente vínculo entre la criminalidad y el absurdo. Un gran ejemplo, ya que la muerte de Ernesto Cirini, asesinado a golpes en una oscura calle de Mataderos, no fue fruto de un ajuste mafioso ni de una disputa interna por el control de la tribuna. Por el contrario, su factor desencadenante fue nada menos que la mascota de la víctima, un insignificante caniche toy, cuyos hábitos intestinales irritaban a los familiares del capo de la Bombonera. Cosas de la vida. Y que las coberturas periodísticas resignaron a un segundo plano para explotar debidamente la trascendencia pública de por lo menos dos de los involucrados. Un desperdicio. La crónica roja, a diferencia de otros universos mediáticos, no cuenta entre sus protagonistas a celebridades. Tanto es así que sus forzados actores son por lo general seres sin rostro ni pasado, que un buen día –y siempre de manera abrupta– extravían definitivamente su bajo perfil impulsados por el resorte más ingrato de la fama: haberse transformado en homicidas o, simplemente, haber sido asesinados. Semejante fatalidad flota en la atmósfera. Flota en las calles. Y en los hogares. Flota por causas que abarcan intereses económicos, alguna rivalidad, celos y hasta una camisa mal planchada. Pero también flota por un motivo aún más banal: el antojadizo devenir de los acontecimientos. En tal sentido, merece la atención un espantoso episodio que en estos días conmueve por igual a la pequeña ciudad española de Benijófar, en la provincia de Alicante, y a la localidad puntana de Villa Mercedes. "Era el más inteligente de la clase. Fue el abanderado de nuestra promoción. Era un hombre muy centrado". Con esas palabras, un amigo de su pueblo natal describió a Marcelo Gurruchaga, un calificado veterinario de 46 años. Fruto de una familia de clase media afincada en el barrio Almirante Brown, ya de niño descolló por su gran aplicación escolar. Luego, siendo un excelente alumno del Colegio Nacional de Villa Mercedes, Marcelo se enamoró perdidamente de Charo Baroja, su compañerita de banco. Ambos serían inseparables. Juntos viajaron a Santa Fe para estudiar. Juntos regresarían a San Luis para casarse. Allí, ese muchacho afable y emprendedor puso su primer consultorio. Ella lo asistía. Eran –según los vecinos– una pareja ejemplar. En 1989 nació el primer hijo del matrimonio y, un lustro más tarde, el segundo. Marcelo alternaba su trabajo con una intensa vida social. Aún impresionaba a los amigos con su inteligencia. Y siempre estaba dispuesto a dar un consejo a quien se lo solicitara. Charo estaba cada vez más enamorada de él. La crisis de 2001 los obligó a buscar nuevos horizontes en España. Establecido en Benijófar, Marcelo no tardó en levantar cabeza: al poco tiempo, instaló su propia clínica. Allí, el 28 de marzo, se precipitó la tragedia. Doña Charo, quien al llegar a España era una mujer esbelta, pesaba ahora 113 kilos. Ello la tenía a maltraer. ¿El desesperado amor de su esposo hizo que este tomara cartas en el asunto? Imposible saberlo. La cuestión es que, quizás envalentonado por un exceso de autoestima, esterilizó el quirófano en el cual solía operar canes y felinos, antes de anestesiar allí a su cónyuge. El motivo: una liposucción. El doctor Gurruchaga suponía que sus conocimientos en el campo de las ciencias veterinarias le bastarían para concluir con éxito semejante intervención sobre la anatomía de su esposa. No fue así. La pobre Charo no volvió a despertar. No hay duda que tal situación dejó a Marcelo estupefacto. Su segundo dislate del día fue, a todas luces, escabroso. Consistió en trozar el cadáver. Después introdujo las partes en bolsas de nylon con destino a un crematorio para mascotas sacrificadas. Días después, ante la insistencia de los hijos por averiguar el paradero de la madre, Gurruchaga se quebró. Confesaría en el puesto local de la Guardia Civil. "Era un hombre muy centrado", repiten ahora sus amigos. Centrado, como una broma espeluznante del destino. Infonews GB

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