martes, 28 de mayo de 2013

2003-2013: la evocación y la discusión Por Eduardo Anguita eanguita@miradsalsur.com

Cuando una persona pública despierta un vínculo apasionado, inevitablemente es valorada a partir de la identidad y las convicciones de quien la mira. No hay objetivación posible que permita sortear esto. Néstor Kirchner fue, para mí, el dirigente político más sencillo y más llano de estas tres décadas de democracia. Pero su estatura, una década después, está asociada a otra cualidad esencial. Encaró de modo sencillo la conducción de un Estado quebrado. Puso en marcha un programa feroz de transformaciones en el que involucró a los sectores de poder que él estaba modificando. Néstor estuvo varios pasos delante no sólo del resto de la dirigencia, sino también de la misma sociedad, que estaba tan movilizada como confundida, producto del hambre, la pobreza y la indignación ante la estafa de los banqueros y del presidente profugado hacia su quinta de fin de semana. Néstor puso el pecho. En ese sentido, puede decirse que interpretó el papel que al pueblo argentino le subyuga. De pibe, sobre todo durante los años de Illia y de Frondizi, escuché frases como: “Necesitamos una mano fuerte, un Fidel Castro o un Franco, alguien que ponga orden”. Néstor puso orden y desorden al mismo tiempo. Ordenaba que la policía fuera sin cascos ni palos y, al mismo tiempo, conducía y contenía el conflicto social. La sociedad argentina bancó a Néstor a los pocos meses de asumir. Mucho más por su propia decisión de involucrarse en cada tema de la agenda pública que por la deserción y el doble discurso del resto de los políticos. Fue el primer presidente de estos 30 años que no dejó ningún tema fuera de su gobierno. Sería injusto atribuirle a Raúl Alfonsín falta de afecto popular en sus primeros años de gestión. Pero la realidad económica y su propio encuadre partidario lo fueron mostrando como un político negociador y capaz de retroceder sin límites. La mayoría de sus medidas de gobierno fue una suma de contradicciones que neutralizaron cualquiera de los cambios prometidos. Por ejemplo, Bernardo Grinspun fue al Ministerio de Economía con el firme propósito de pelear como un león para no pagar la deuda externa ilegítima. Para hacer números finos, mandó a un equipo de técnicos al Banco Central. Pero, al tiempo que bancaba a Grinspun, Alfonsín permitió que Enrique García Vázquez, al frente del Central, confirmara a toda la línea gerencial heredada de la dictadura, muchos de los cuales habían estado durante la brutal reforma financiera de 1977 cuyo arquitecto era nada menos que José Martínez de Hoz. Resultado: los técnicos de Grinspun no tuvieron posibilidad de ver nada. Grinspun duró 15 meses en Economía y tuvo que irse a la casa. Nunca se pudo separar ni un rubro de deuda ilegítima y cuando Alfonsín terminó su mandato la deuda externa había crecido un 44%. En 1983 era de 45.000 millones de dólares y en 1989 era de 57.800 millones. Alfonsín tuvo como asesor en temas de Justicia y derechos humanos al filósofo Carlos Nino, pero sus ministros de Interior y de Justicia eran los balbinistas Antonio Tróccoli y a Carlos Alconada Aramburú. Nino promovía los juicios a los represores mientras que Tróccoli y Alconada Aramburú eran interlocutores de la jerarquía militar, eclesiástica y empresarial de la dictadura. Nino no pasó de consejero y el retroceso después de las condenas a las juntas militares fue vergonzoso. El alfonsinismo nunca se repuso de haber empezado con el juicio a las juntas y el ataque a los capitales concentrados para terminar cediendo ante “los capitanes de la industria” y los genocidas. Otra era. No es de extrañar que los comunicadores del establishment se indignaran por que Néstor no hiciera reuniones de gabinete como en tiempos de Alfonsín. Los sectores de poder económico querían buscar fisuras en 2003 a partir de la evidencia de que varios funcionarios de Néstor eran interlocutores de corporaciones y empresas poderosas. Néstor los tenía, efectivamente, porque necesitaba puentes de diálogo y también para neutralizarlos. Prefería, en la coyuntura que vivía la Argentina, conducir en medio de las tensiones y no negarlas. Menos que menos, entregarlos. Cuando Roberto Lavagna proponía medidas que enfriaban el crecimiento, Néstor se ocupaba de aclarar que la política mandaba sobre la economía. Los sectores más concentrados del empresariado confiaban en que, una vez salidos “del infierno”, el gobierno de Néstor retomaría la senda neoliberal. Pero, claro, llegaron los juicios a los genocidas, llegó el no al ALCA y se iba perfilando una política cultural y comunicacional que prometía tomar distancia para no volver nunca. Cabe recordar que, mientras Alberto Fernández (desde ya por mandato de Néstor) era el puente con Clarín, Pepe Albistur y Gabriel Mariotto impulsaron en 2004 la Coalición por una Radiodifusión Democrática. América latina vivía un cambio profundo. Era la primera vez que se sumaban dos factores: incapacidad de los halcones norteamericanos de propiciar golpes de Estado tradicionales al tiempo que ese espacio cedido era ocupado por los marginados y perseguidos durante las dictaduras y los gobiernos neoliberales. A mediados de 2006, con la mejora sensible de los precios de los productos primarios y el aumento de las reservas de los bancos centrales de la mayoría de los países, se hablaba de la inminencia de un Banco del Sur capaz de dar aportes del financiamiento a largo plazo. Pasado y presente. Diez años de gestión, con la muerte de Néstor y la reelección de Cristina, imponen pensar también los cambios operados entre aquellos primeros años y estos últimos. Tanto en la conducción del Gobierno como de la situación económica. Pero los cambios son dentro de un mismo proceso político y cultural. En estos últimos años se consolidaron muchos derechos. Los planes universales –de los cuales el principal es la Asignación Universal por Hijo– son una realidad en la Argentina de esta década. En cuanto a la gestión política, sin duda, hay cambios de estilo y de alianzas. Es simplista atribuirlos a los modos diferentes de Néstor y de Cristina. Algo tendrá que ver la personalidad de cada uno, pero la Argentina y el peronismo son materias demasiado complejas. Desde el acto de Huracán del 11 de marzo de 2011, la tensión entre el Gobierno y Hugo Moyano fue creciendo. El líder camionero intentó ser el representante de un peronismo a secas que no existe. Y no le salió bien. Quedó al frente de un sector sindical sin posibilidad de articular con sectores ortodoxos del conurbano. La mayoría de ellos fueron cortando algunos contratos con las empresas vinculadas a Moyano y se mantuvieron dentro del Frente para la Victoria. Eso sí, el kirchnerismo paga un precio alto desde el momento que el sindicalismo argentino no generó nuevas dirigencias: además de los sectores fantasmales ligados a Luis Barrionuevo hay, por los menos, dos CGT y dos CTA. Acostumbrado a la tradición sindical peronista, el líder camionero aspiró a tener más peso dentro de funciones claves de gobierno y también más legisladores de entre sus allegados para los comicios de 2011. Cristina Fernández de Kirchner buscaba otros horizontes. Sin abandonar para nada la consolidación de derechos (humanos, sociales, civiles) orientó sus vínculos a sectores más concentrados de la economía y hasta quienes fueron feroces opositores en las jornadas antigubernamentales de la resolución 125. Algunos ejemplos: pocos días antes de las presidenciales de octubre, Cristina visitó la sede de Coninagro y dio muestras de diálogo con el complejo agroindustrial-sojero. Poco antes de eso, con un festejo por el Día de la Industria en Tecnópolis, la Presidenta lanzó el plan 2020 que aspiraba, entre otras cosas, duplicar el PBI industrial para ese año. El acercamiento a la Unión Industrial Argentina fue precisamente el día en que estalló la pelea con Moyano. En el plano financiero, la Argentina venía del segundo paquete de renegociación de tenedores de títulos de la deuda en 2010 y completar el 97% del total de la deuda externa argentina al 2003. Con el país incorporado al G-20 y con las negociaciones con el Club de París, parecía que Argentina podía cerrar un círculo y pasar del default a las puertas abiertas para el llamado mercado voluntario de deuda. En esa perspectiva, la diferencia sustantiva sería no perder la soberanía en las decisiones y no estar atado a los organismos financieros internacionales. Hay que decir una cosa: en esa década, muchos sectores de poder transnacional no sintieron que sus privilegios hubieran sido tocados. Concretamente el petróleo y el gas, en un momento donde el crecimiento económico dejaba un déficit de la balanza comercial energética muy elevado a lo que se sumaban altísimos subsidios (recién habrá una modificación en abril de 2012 con la estatización del 51% de las acciones de YPF y con una serie de medidas complementarias). En la minería, los beneficios para las transnacionales de la década del noventa estaban intactos. Las grandes cerealeras y exportadoras de granos siguieron con sus negocios sin que el Estado interviniera a través de algún mecanismo directo. Las automotrices siguieron haciendo los mismos modelos de autos concebidos desde las casas matrices. El comercio minorista avanzaba en manos de las grandes cadenas de supermercados extranjeros. El esquema de las empresas agroquímicas de semillas transgénicas siguió sin ningún reparo. Las plantas de armado industrial electrónico con fuertes beneficios fiscales seguían siendo una boca de aumento de los componentes importados. Es decir, de los superávits mellizos, la realidad daba señales de extranjerización creciente de la economía y también de un crecimiento sostenido de la inversión y el gasto públicos. El Gobierno apostó a sostener el consumo con la expectativa de que también creciera el ahorro y la inversión. Había claras señales de inflación y, sin embargo, no eran debidamente registradas por el Indec. Muchos sectores (desde los exportadores tradicionales hasta las economías regionales y las pymes) señalaban el llamado retraso cambiario. Esta es una apretada síntesis del panorama. Requería discusión. Requería aportes de diversos sectores. El Gobierno, a través de la AFIP y la Secretaría de Comercio, dio a conocer una serie de medidas que, apenas pasadas las elecciones, modificaron bastante el rumbo económico y también el humor de los sectores sociales de ingresos medios y medio-altos. Restricciones cambiarias, limitaciones para las importaciones y restricciones para remitir utilidades al exterior. Las medidas fueron repentinas, poco explicadas y los funcionarios a cargo (Ricardo Echegaray y Guillermo Moreno) no dieron ámbitos de diálogo y reclamo. No faltaron quienes constataron que en los bancos cada vez que iban a comprar dólares con autorización de la AFIP, casualmente, “se caía el sistema”. Moreno creó, extraoficialmente, un sistema de compensación de importaciones, consistente en que un importador al que se le rechazaba la “declaración jurada anticipada de importación” podía (puede en la actualidad) comprar una parte del cupo de exportaciones de algún exportador y hacerlo figurar “por cuenta y orden de”. Pero esto no sólo complicaba a quien importa autos de lujo, sino también a quienes traen máquinas o componentes industriales. Cualquier reclamo era (y es) atendido directamente por el secretario de Comercio. Esto sucedía al mismo tiempo en que se había hecho público el interés de duplicar la capacidad industrial. La restricción para remitir utilidades, al igual que las otras medidas, tenía como explicación la necesidad de cuidar los dólares. Un objetivo más que comprensible en un proyecto nacional. Pero sin siquiera discutir una nueva ley de inversiones extranjeras. Es decir, a las grandes corporaciones se les cambió las reglas del juego sin establecer un plazo. Pero al conjunto de la sociedad se la involucró en un tema que puede ser revolucionario, histórico, pero que requiere de racionalidad, de oportunidad, de medir las relaciones de fuerzas. Estas tres medidas se convirtieron en el plan económico. Es cierto que el contexto internacional muestra ejemplos de arbitrariedades tremendas. Sobre todo porque en muchos países europeos hubo –y hay– ajustes que recaen sobre los sectores populares. Y en la Argentina todas estas medidas se hicieron con el expreso propósito de evitar tocar el bolsillo popular. Si se miran los inicios del gobierno de Néstor Kirchner, queda claro que siempre se sostuvo ese propósito. Pero estas medidas no fueron eficaces. Los retiros de dólares de depósitos y las fugas del circuito legal no se detuvieron. El Banco Central tiene muchas menos reservas (en la actualidad son 39.000 millones de dólares y cuando se tomaron esas medidas era de 45.000 millones). Pero, además, el crecimiento sostenido de los precios internos llevó a un descrédito generalizado del Índice de Precios al Consumidor. Hasta los sindicalistas más cercanos al Gobierno hablan de que en las negociaciones de las escalas salariales se basan en la “inflación del changuito”. La construcción política. Néstor decía que prefería ser el primero de lo nuevo y no el último de lo viejo, para graficar el cambio que se estaba operando en la Argentina, que atravesaba al conjunto de los partidos políticos. Cristina apostó a crear algo “de lo nuevo” y lo hizo estableciendo un vínculo muy fuerte entre ella y los sectores populares, especialmente los trabajadores, las mujeres y, con especial énfasis, los sectores juveniles. Es indudable que un partido que gobierna impulsa de modo radial la construcción política. En ese sentido, un flanco débil es que la promoción de cuadros a veces confunde idoneidad con confianza política. Pero el problema es más complejo que la telenovela que pretenden los medios hegemónicos: el Estado no fue reformado y tiene bolsones de ineficiencia cuya raíz no es La Cámpora ni mucho menos. Al revés: Cristina apuesta a algo muy difícil. No lo logró Néstor con los movimientos sociales en los primeros años. La jugada salió bien en el sentido de que Emilio Pérsico, Luis D’Elía, Edgardo De Petri y Humberto Tumini eran dirigentes fogueados, cada uno con inserción en distintos sectores, y canalizaron a buena parte de la militancia de la resistencia de los noventa. Al mismo tiempo, la CGT de Moyano y la CTA de Víctor De Genaro expresaban al sindicalismo que resistió durante los noventa. Pero esa experiencia se pulverizó. En la actualidad, el kirchnerismo no tiene fuerza en los sindicatos (sólo tiene un armado circunstancial en base a un diálogo sectorial y no de convicciones políticas), pero los sindicatos no tienen fuerza en la política. A lo sumo, el espacio que aspiran algunos dirigentes es el de ser una fuerza de daño al Gobierno pero no de construcción de alianzas en defensa de lo nacional y popular. Un problema no menor es que muchas provincias argentinas están gobernadas por sectores justicialistas pero que tienen estructuras autoritarias, en algunos casos casi feudales y en otros de fuertes vínculos con las empresas mineras o petroleras. En algún momento, un plan de desarrollo integral deberá vincularse a reformar la Constitución. La de 1994 dejó a las provincias manejos claves (educación, regalías y contratos con las riquezas minerales e hidrocarburíferas). Podría decirse que el Gobierno tiene su punto más fuerte en la capacidad de Cristina de generar vínculos con el pueblo. Por estimular el empleo, por no dejar caer el salario real, por evitar una devaluación, que sería un golpe a los ingresos populares, por la Asignación Universal, la educación y por defender una política de derechos sociales y humanos que es constitutiva del kirchnerismo. Como nunca puede analizarse la política sin ver el peso relativo de las otras fuerzas que compiten electoralmente es difícil pensar que de la oposición surgirá una propuesta capaz de ganarle al kirchnerismo. La apuesta del establishment es, en el fondo, confiar en que desde el peronismo aliado a Cristina surja una fuerza que se diferencie. Lo agitan todos los días. Es más, usan los nombres de algunos intendentes o del gobernador bonaerense de un modo tan burdo que los obligan a declararse siempre mucho más leales y cercanos a la Presidenta de lo que cualquier observador calificado pueda creer. Medios y debates. En el kirchnerismo hubo una apuesta muy fuerte, desde mediados de 2012, en que la Justicia no entorpecería más la demorada adecuación de inversiones de Clarín. Es difícil que un Gobierno reconozca públicamente que algo salió de un modo distinto al esperado. Porque, sin duda, es darles argumentos a los adversarios y, a su vez, elementos de desaliento a los sectores propios. Pero el análisis político no puede quedarse encorsetado en las preferencias subjetivas. Hay que abrir el debate. El remanido 7-D planteaba, al menos, dos problemas. Uno de chicanas judiciales que se prolongarían a este año electoral. El otro era que el debate sobre los medios fue sobredimensionado en la agenda diaria. Desplazó o condicionó muchos temas en los que el Gobierno debía haber actuado con más previsión. Los económicos, nada menos. Recién se recurrió a una conferencia de prensa de funcionarios de Economía para dar cuenta de las ventajas del blanqueo. Pero, por caso, no se tomó la inflación como un tema al que es preciso atacar. Y que, a su vez, es un síntoma de otros problemas que afronta la economía argentina. Cabe preguntarse por qué el Gobierno actúa así. Las respuestas más visibles, las que repiten funcionarios y comunicadores cercanos al Gobierno, es que hay una contienda con el Grupo Clarín y que la cantidad de mentiras de los medios de Clarín sólo tienen el propósito de castigar al Gobierno. Es probable que la capacidad electoral de Cristina esté en buena forma. Es probable que a la mayoría de la base social que la acompaña no le haga mella discusiones sobre indicadores. Pero las decisiones no pueden tomarse, como algunos creen, desconociendo que hay una situación económico-social que requiere modificaciones. 26/05/13 Miradas al Sur

No hay comentarios:

Publicar un comentario