lunes, 27 de mayo de 2013

La fundación de la patria

Por Alejandro Pandra En mayo de 1808 estalló la insurrección de Madrid, que rápidamente se extendió a toda la península. La larga y sanguinaria guerra española de la independencia es una gesta de coraje como pocas veces se ha visto. Conducida por jefes improvisados, acabaría con el mito napoleónico, causándole una herida mortal. Y desataría a su vez una descomunal guerra civil entre ciudades y virreynatos que desconocían distintos orígenes de poder [Enrique de Gandía] y que iba a asolar a todo el imperio durante más de quince años. De ella nacerían nuestra propia revolución e independencia, proceso durante el cual se fundó la patria, es decir, se aseguró a los argentinos un patrimonio, un patrimonio geográfico, una riqueza o una pobreza que sería el sustento del destino de nuestro pueblo. Como culminación del proceso de construcción de esa unidad orgánica que llamamos “pueblo”, surge su proyección poética, que es la patria. La patria, entonces, es patrimonio geográfico -físico- y es también patrimonio poético -espiritual-. Nada permitía vislumbrar una vida de mayores peripecias y aventuras en la ciudad capital del virreynato, villa apacible y monótona, burocrática y mercantil, de funcionarios, tenderos y contrabandistas sin lance. Sin embargo, en esta lejana parte del mundo, el proceso que se inició -de desenlace inimaginable entonces- iba a culminar con la parición de “una nueva y gloriosa nación”. Desde los primeros meses de 1810 llegan las noticias europeas de la caída de la junta suprema y la formación en Cádiz del consejo de regencia bajo la protección de los cañones ingleses. El poder legítimo del virrey está vacante porque ha cesado la autoridad de quien dependía. Es muy notable que en el Río de la Plata, a diferencia de otros países hispanoamericanos, no hubiera criollos partidarios de Fernando VII: todos se pronunciaron por la independencia y trataron a la metrópoli con la altivez del hijo pródigo. “Saavedra estaba en silencio. El hombre a cargo del regimiento más numeroso de Buenos Aires, el que iba a presidir la primera junta, se mantenía frío y reservado frente a quienes lo rodeaban e insistían en que ya era tiempo de exigirle al virrey un cabildo abierto. Cinco mujeres de rebozo celeste ribeteado con cintas blancas se abrieron paso. Una de ellas le habló: ‘coronel, no hay que vacilar; la patria lo necesita para que la salve; ya ve lo que quiere el pueblo, y usted no puede volvernos la espalda ni dejar perdidos a nuestros maridos, a nuestros hermanos y a nuestros amigos’. Cornelio Saavedra contestó sin saber que también la historia estaba esperando una respuesta: ‘yo estoy pronto y siempre he sido patriota. Pero para hacer una cosa tan grande es preciso pensarlo con madurez y tomar las medidas del caso’. Después, una mano de mujer lo tomó del brazo y logró lo que los hombres no habían podido: ‘venga usted con nosotras a lo de Peña, que allá lo están esperando muchos amigos’”. Así, Vicente Fidel López cuenta en su novela La gran semana de 1810 -una de las primeras del género histórico- lo que su padre Vicente le había narrado de los días previos al 25 de mayo. La historia revela que el diálogo de las mujeres ocurrió el sábado 19: es una de las pocas escenas en que el protagonismo de los hombres que aparecen en los manuales de historia, cedió ante la gente. En lo de (Rodríguez) Peña estaban los apellidos que trascendieron a los hechos. Ese día, la revolución se puso en marcha. El golpe de estado para transferir el poder a manos americanas culminó exitosamente. Sus protagonistas se sintieron orgullosos de haber logrado un cambio político trascendente sin violencia ni víctimas, de lo cual Belgrano, Juan Manuel Berutti y otros dejarán expresa constancia en sus memorias. Efectivamente, no hubo en la primera hora de la revolución porteña vestigio alguno de extremismo ideológico, político o práctico. Se pretende mostrarlo como un hecho espontáneo, pero fue el resultado de un lento proceso originado en Hispanoamérica, que se fue desarrollando hasta revelarse en plenitud, durante un largo período de dieciocho años, desde las invasiones inglesas hasta Ayacucho en 1824. Supuso luchas intensas y grandes sacrificios, pero fue coronado por el éxito de la independencia americana, que nos hizo árbitros y únicos responsables de nuestro destino. Para hacer fecundo y darle sentido ahora al bicentenario de aquella magna hazaña debemos conocerla bien y elaborar a conciencia sus lecciones, de modo que ilumine e inspire nuestro futuro. La revolución de mayo dio a Buenos Aires un aspecto nuevo: al fermento militar que habían dejado las invasiones inglesas, se iba a sumar una inquietud espiritual, una conmoción sorda. Circulaba una copla popular anónima: Cielito, cielo que sí, no se necesitan reyes para gobernar la patria, sino benéficas leyes. A medida que el “nuevo sistema” -como se denominaba entonces a la revolución- derribaba poco a poco el régimen virreynal con la cautela y el disimulo impuestos por el ambiente conservador de la ciudad, el pueblo iba comprendiendo la magnitud y las proyecciones del movimiento. Imbuidos de ardor patriótico, jóvenes exaltados y conmovidos por la nueva palabra mágica -libertad-, encendían las almas adormecidas y oscurecidas por las horas sumisas de la colonia. Influidos por las ideas del siglo, hablaban con una retórica inédita de “las cadenas de los tiranos” y del “trono de la libertad” y de “los derechos de los pueblos” entre proclamas y juramentos, pesquisas y fusilamientos, expediciones bélicas y delaciones. Leían a viva voz “a la parte principal y más sana del vecindario” los escritos del muy culto y muy hábil secretario Mariano Moreno en La gazeta: “Nada se presenta más magnífico a la consideración del hombre filósofo que el espectáculo de un pueblo que elige sin tumulto las personas que merecen su confianza y a quienes encarga el cuidado de su gobierno. Buenos Aires ha dado una lección al mundo entero”. Un par de semanas después del pronunciamiento de mayo -según el Diario de Berutti-, Moreno llamó al fuerte a los oficiales naturales e indios que prestaban servicios y les leyó una orden que decía: “La junta no ha podido mirar con indiferencia que los naturales hayan sido incorporados al cuerpo de castas de pardos y morenos, excluyéndolos de los batallones de españoles a que corresponden. Por su clase y por expresas declaraciones de su majestad, en lo sucesivo no debe haber diferencia entre el militar español y el militar indio: ambos son iguales, y siempre debieron serlo, porque desde los principios del descubrimiento de estas Américas, quisieron los reyes católicos que sus habitantes gozaran los mismos privilegios que los vasallos de Castilla”. Los territorios rurales eran todavía un rudo teatro, los actores eran indios bravíos, gauchos indómitos y ganados cerriles, y la única expresión del estado para contener desmanes y castigar el pillaje era el ínfimo destacamento militar; ahí, la juventud universitaria -hija de la burguesía urbana comercial y burocrática- tenía poco predicamento. Se produjo entonces una excepcional conjunción entre unos caudillos rurales muy carismáticos, “dirigentes sociales” y gauchos -como Artigas o Güemes- para los que la independencia fue el camino de la revolución y unos próceres urbanos prestigiosos, “dirigentes políticos” y civiles -como Moreno o Belgrano- para los que la revolución fue el camino de la independencia [Marcelo Sánchez Sorondo]. Aunque todos igualmente embargados y embriagados de ese “amor de patria” que, por primera vez, había sentido por estas tierras Hernandarias. El carismático Martín Miguel de Güemes tenía un defecto en las cuerdas vocales que le daba una media voz, gangosa y apenas perceptible, pero con ella enfervorizaba a sus paisanos en torno a los fogones, susurrándoles palabras de redención. En lo que se conoce como el éxodo oriental, al también carismático Artigas lo siguieron -con penurias y estoicismo, como se lo sigue a un patriarca por el desierto- veinte mil hombres, soldados y labradores, mujeres y niños, indios, gauchos, mulatos, negros, mestizos y zambos -una cifra inmensa para la época- con sus arados y bueyes, sus ganados y más de mil carretas: espectáculo bíblico de la gesta de ese “pueblo de héroes”, como los llamaba el caudillo. Y cuando años después el valiente campeador es derrotado y marcha al destierro definitivo en Paraguay, polvoriento, en harapos y repentinamente envejecido a los cincuenta y seis años, la indiada y el gauchaje salen de sus toldos y ranchos “a pedirle la bendición”. “Que los más necesitados sean los más privilegiados” pedía don José Gervasio Artigas, el padre fundador del federalismo, es decir, del partido popular argentino. Por su parte Manuel Belgrano, primer abanderado a quien Mitre define con acierto como “el prócer por excelencia”, es el padre fundador de nuestra economía, el primero que soñó estas tierras productivas, prósperas y justas. Proponía subvencionar las artesanías e industrias locales, combatir los grandes monopolios, impedir la importación de mercaderías que perjudicaran nuestras manufacturas y alentar un sólido mercado interno para lograr una equitativa distribución de la riqueza. Quería una reforma agraria que expropiara tierras baldías para entregarlas a los desposeídos “para que puedan entrar al orden de sociedad los que ahora casi se avergüenzan de presentarse a sus conciudadanos por su desnudez y miseria, y esto lo hemos de conseguir si se les dan propiedades”. Un pensamiento simple y sabio, avanzado para la época, pero de una actualidad que admira y a la vez entristece, porque doscientos años después los problemas señalados por nuestro primer economista siguen esperando ser atendidos y resueltos [Felipe Pigna]. Un pensamiento económico e industrial que el prestigioso prócer sabía combinar, mediante su extraordinaria sensibilidad, con el “pathos” religioso del interior del país, que acusaba a los porteños de iconoclastas, herejes y ateos. Posteriormente, en carta a San Martín de 1814, el creador de la bandera aconsejaba: “Son muy respetables las preocupaciones de los pueblos, y mucho más aquellas que se apoyan, por poco que sea, en cosa que huela a religión. [...] La guerra no la ha de hacer usted allí [en el interior] con las armas, sino con la opinión, afianzándose siempre ésta en las virtudes morales cristianas y religiosas. [...] Acuérdese usted que es un general cristiano, apostólico romano; cele usted de que en nada, ni aún en las conversaciones más triviales, se falte el respeto en cuanto diga nuestra santa religión; tenga presente no sólo a los generales del pueblo de Israel sino a los gentiles, y al gran Julio César que jamás dejó de invocar a los dioses inmortales”. Alberdi reconocerá en el gran patriota a un padrino, y dedicará numerosas páginas a defender ante la historia la figura de Belgrano. Esta defensa lo llevará a polemizar con Mitre y a ganarse la enemistad de Sarmiento: “Si Mitre se ha parado sobre la estatua de Belgrano para hacerse visible, Sarmiento se para encima de Mitre, o sobre los dos, con la misma mira -expresará-, y para recomendarse a sí mismos, sus hechos, su época, rebajan a Belgrano, lo presentan como su inferior, por el lado de sus pretendidos defectos. En lugar de elevarse a las virtudes de Belgrano, imitando su modestia, rebajan al héroe a su nivel de ellos, critican sus faltas, publican sus procesos, hablan de sus flaquezas y defectos, para mostrarse ellos superiores en saber militar, en política, en energía de hombres de estado”. El jefe del ejército del norte, después de derrotar al americano Goyeneche y al americano Tristán, le concede a éste el armisticio de Salta, porque sabe que sólo han peleado americanos en ambas líneas, y deplora que en luchas entre hermanos se pierdan vidas preciosas. El general La Mar también era un criollo al servicio de España, así como el mejor general independentista del Perú era el español (aunque supuesto salteño para algunos) Alvarez de Arenales. O sea que se trató de una guerra civil, en cuyos bandos político-ideológicos militaron mezclados españoles y nativos. Enrique de Gandía prueba que la guerra civil no fue desencadenada por los liberales (término usado en aquella época en un sentido popular y revolucionario), que nunca soñaron independencias ni guerras hasta que los absolutistas rompieron la paz con su intransigencia y el empeño de mantenerse en unos puestos que jurídicamente ya no les correspondían. La responsabilidad fue de los absolutistas, a quienes algunos historiadores llaman realistas cometiendo un grave error ya que realistas eran todos; o españoles, cayendo en otro aún más grave ya que peninsulares y americanos se alinearon indistintamente en ambos bandos. “El primer gobierno llamado argentino tuvo por fines políticos la defensa de los derechos naturales del hombre que correspondían, por la prisión de Fernando VII, a todos sus súbditos, y el propósito firme de salvar estos mismos países de una dominación extranjera y reconocer al primer gobierno legítimo que se estableciese en España”. Todavía las cortes, como las pedía Gaspar Melchor de Jovellanos de acuerdo a las normas de la secular tradición española, eran mucho más democráticas que el parlamento inglés o norteamericano, en los que dominaban los comerciantes y los aristócratas. Hubo que alzar varios ejércitos, pero el ejército del norte constituyó la columna vertebral de la emancipación [Sánchez Sorondo]. Y el cabildo de Buenos Aires -que ya se había arrogado el derecho de deponer un virrey y de elegir a otro- fue el núcleo cívico que encarnó el cambio. Es notable que en la revolución que se hizo en base a esa institución secular, no hubiera un solo ingenio político que considerara el carácter autonómico comunal del cabildo. La ciudad americana se había declarado autónoma desde su fundación. Nace como una ciudad libre, con fueros que defenderá sin descanso. El municipio será la primera institución auténticamente hispanoamericana. La metrópoli deberá otorgar fueros nobiliarios a las ciudades de ultramar y reconocer a sus vecinos los títulos de “hijosdalgos de solar conocido” [hidalgos, hijos de algo]. Del mismo modo se reconoció a los pueblos indígenas facultades para autogobernarse y sus cabildos eligieron alcaldes indios. Los primeros cabildos americanos quedaron en poder de los conquistadores, los nuevos señores de la tierra que no tuvieron contrapeso a su dominio. No solamente el cabildo de Asunción. Hernán Cortés, Pedro de Valdivia y otros fueron elegidos en forma democrática y popular y la corona se limitó después a refrendar ese nombramiento. De hecho, el cabildo era el que repartía la tierra entre conquistadores y colonos y nombraba procuradores para defender sus intereses ante el rey y ante el consejo de Indias. Luego fue el instrumento político de sus descendientes, los criollos. Había cargos hereditarios, pero los alcaldes y regidores se elegían por sufragio directo y popular, por lo que el estrato criollo mestizo tuvo prácticamente el monopolio de estas funciones. En asuntos de importancia extraordinaria los regidores solían llamar a cabildo abierto, reunión amplia de vecinos que adquiría la forma de una asamblea popular. Los regidores parlamentaban dentro del recinto, pero en la plaza central una multitud de mestizos -arraigada a la sangre y al suelo- presionaba y daba legítimo respaldo popular a la causa del criollismo. El poder político local del cabildo fue asumido, entonces, primero por los conquistadores, luego por los colonos “mancebos de la tierra” y finalmente por los criollos frente al poder metropolitano. Y ese mismo poder político municipal se transformará más tarde en poder territorial para dar nacimiento a las nacionalidades hispanoamericanas, e incluso como referencia local de las guerras internas de cada país. Los políticos de mayo no fueron militares ni los militares de mayo fueron políticos, pero unos y otros intentaron descollar en ambos oficios a la vez. Seguramente el desarrollo histórico de aquel período fundacional hubiera rendido mejores frutos inmediatos si Belgrano, por ejemplo, en cambio de conducir campañas militares, se hubiera dedicado a gobernar, para lo que contaba con evidentes dotes de estadista; y Carlos María de Alvear se hubiera abocado estrictamente a combatir y guerrear, aprovechando su talento y valor para tan difícil oficio. Lo demás es accesorio, circunstancial, como el disgusto entre Moreno y Saavedra o la oposición a la entrada de los diputados del interior en la junta de mayo. Lo esencial es el paso dado, que conducía a la independencia nacional, aún cuando los mismísimos protagonistas ni lo sospecharan.

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