miércoles, 26 de junio de 2013

LA TOMA PARTE II

Recibimos la narración oral y los trazos emancipatorios de los grafittis franceses. Marcuse y el hombre unidimensional, aportaban el combustible ideológico. Decodificamos a nuestra manera, con nuestra inmadurez, y canonizamos una medida de lucha que terminó siendo un estereotipo, una sinfonía ejecutada por bisoños intérpretes. Los juicios vertidos no empañan el cimbronazo que significó para nuestros jóvenes corazones. El frío invernal, no nos inmutaba, la punta del ovillo que condujo al desenlace de nuestra historia, se focalizaba, en luchar contra los profesores limitacionistas y su remoción. Volábamos bajito para que el lobo no bajara del monte. Otra pulseada, eran las condiciones de regularidad de los estudiantes y el famoso “0,3”, una arbitraria fórmula matemática, para reprobar y expulsar. Nada volvería a ser igual después de aquellas jornadas. El pastel se cocinaba en el horno y marchábamos, masivamente, alumnos y profesores comprometidos, por las calles, con osadía, gambeteando los flashes envenenados. Se trataba, de aplicar a pie juntillas, el lema de la Universidad del Sur: “Ardua Veritatem”.- Sobre la Avenida Alem, la de las grandes casonas, de raigambre oligárquica, presidida, en su inicio, por el señorial Teatro Municipal, en las inmediaciones del Parque de Mayo, se levantaba el edificio de la Universidad, con su acceso principal, de columnas románicas. El Partenón del saber. Sobre el ala derecha, en su comienzo, el Aula 72 C, la más grande del complejo, unos setecientos estudiantes iban y venían en ese acordeón sonoro.” Hablá vos, Max”. Me dice Heber Tappatá, aquel compañero economista, el mismo de las charlas, y admiración por Cooke, ex preso político, recientemente fallecido. Los alias se diseminan, para proteger la identidad, ante los fisgones de todo pelaje. Infiltrados en la marea estudiantil. Urdido en aquellas clases de filosofía con Vicente Quinteros, un profesor panameño, educado en el valle del Rhin, que acumulaba una vasta erudición sobre la obra de Wilhem Dilthey y Nicolai Hartmann. Vivía de forma monacal, en el desaparecido hotel Ocean, siempre con su cena frugal, recuerdo verlo, durante la cena, ante el plato de sopa. El me introdujo en la obra de Max Scheler, aquel de “el puesto del hombre en el cosmos”. La olla a presión, silbaba. La asamblea. Ahí vamos. Pararse, en esa mise en scéne, los susurros, y todas las miradas dirigidas al orador, se van apagando los murmullos cuando comienzo la parrafada, con una gestualidad propicia: “Compañeros, si un cazador está ante un león, ó dispara ó la fiera lo devora” La tribuna se viene abajo. Los bandos se perfilaban tras las consignas, por esos tiempos estaban los que apostaban al linchamiento, y los que enarbolaban mociones desvaídas, para escrachar a un profe de química, implicado en materias “filtro”: “Medrano atorrante, tira colorante” El reformismo, era visto con malos ojos, y los adláteres de la Unión Soviética, las agrupaciones del Partido Comunista, se movían tras la consigna, de coexistencia pacífica, transición pacífica, emulación pacifica, una fórmula para la capitulación ante el lobo estepario del capitalismo salvaje. La otra cara de la moneda, pugnaba por la acción directa, el ejemplo del Che Guevara, y el cura Camilo Torres, ejercían su influjo cautivador, sobre nuestros pensamientos. Mayo del ’69, miles de obreros y estudiantes, hicieron los deberes, en un ensayo insurreccional, que impactó en la línea de flotación de la dictadura. El Cordobazo. Los caminos se bifurcaban. A fines del otoño del ’70, un hecho conmueve, la irrupción de Montoneros, el secuestro y muerte de Aramburu, la gota que rebalsa el vaso, y que sepulta las intenciones de Onganía por perpetuarse. La cúpula lanussista, el poder en las sombras, cambia las figuritas, pero el brazo de hierro, continúa. En ese torbellino, nadábamos a nuestras anchas, sin mucha claridad, con algunas lecturas y una frase a flor de labios, con la que lucirse en las asambleas: “prefiero pelar un hueso de pie, que comer un pollo de rodillas”. Nos causaba repulsa aquella gente que prefería el balcón para ver pasar la historia. Había urgencia de precipitar los acontecimientos y no contemplarlos impasibles. Subirse al tren de la historia. Septiembre nueve, de mil novecientos setenta, nuestro asalto al Reichstag. La toma del rectorado universitario. Aquel fue el día D., habíamos tenido febriles reuniones en nuestra casa del Barrio Universitartio. La casa Nueve. El grupo era heterogéneo, pero sobresalía la Armada Brancaleone, bautizada así por los compañeros del barrio universitario, donde vivíamos. Entre ellos, la argamasa revolucionaria, tuvo detenidos desaparecidos, como el Tero Guido, Darío Rossi y tantos otros, presa fácil de la máquina de muerte inaugurada en marzo del ‘76. Acudíamos al cine del Gudec, un grupo de amantes del cine, que pasaba películas en la sala que la Unión Ferroviaria tenía en el barrio Almafuerte, una de tantas, y aquella película con Vittorio Gassman nos sirvió de excusa para ponerle el nombre a la barra, que marchaba desde el cine, en el retorno al barrio, una larga travesía que superaba las cuarenta cuadras. Fue así que cuando regresábamos de la función cinéfila, los compas gritaban “adelante, adelante nos guía el comandante”. Y esa épica para cambiar el mundo. El colonialismo naufragaba. Como un choque tectónico, el terremoto revolucionario sacudía las entrañas de la tierra regándola con la sangre de los pueblos sometidos. La Batalla de Argel. Las enseñanzas de Franz Fanon. Y los condenados de la tierra bramando, balas, torturas, cuerpos colisionando con los bastones policiales, peleando por romper las cadenas. No éramos refractarios a tanta ebullición. Las intenciones de los que estábamos en eso, eran diversas, pero todos respirábamos ideas de izquierda. Imposible sustraerse al influjo libertario. Un esmirriado viejito todas las tardes ponía su mesita en el Hall de Av. Colon, sede del rectorado, desparramando sus libros sobre Bakunin, Herbert Read, Herman Hesse, y aquella historia, que me marcó para siempre, de los presos de Bragado, con Pascual Vuotto a la cabeza. Don Beltrán había encabezado la comisión por su libertad cuando en la década infame fueron arrojados al siniestro penal de Sierra Chica. El me regalaba el periódico La Protesta y me hablaba con esa energía que fluía de sus vivaces ojitos. Conocí una galería de héroes, desde Durruti hasta Radowistky, y el alemán que le dio su merecido al coronel Varela, el fusilador de la Patagonia trágica, la tierra de mis ancestros y donde había nacido.- Entonces llega la asamblea en el auditorio del rectorado, seríamos unos trescientos. Un compañero rionegrino, que usaba un poncho a lo Alfredo Palacios, propone la toma, una medida de lucha para patear el tablero. Había que desnudar la dictadura, forzarla a mostrar las uñas. Ya habíamos tenido episodios de asambleas permanentes, donde los intentos de pasar a la toma terminaron en un desperdigarse sin resultados a la vista. El clima estaba lo suficientemente caliente como para que la propuesta triunfe. El aula magna estaba cubierta al momento de decretarse la medida. El francés, un activista de esos que teorizan la revolución, pero a la hora de los bifes reculan, huyó por una ventana que daba aun patio del vecino. El frente del edificio parecía inexpugnable. Una pesada puerta de dos hojas, blindada en chapa estampada, era el acceso más visible, luego había una puerta lateral por donde ingresaba el mayordomo y el personal que fue tapiada. La otra puerta daba al subsuelo, era pequeña y había un largo pasillo antes de acceder a las oficinas ubicadas en el lugar. En una de aquellas oficinas sesionaba la cooperadora universitaria que poseía el Barrio Universitario, Néstor, un profe de historia, que nos representaba en la cooperadora, lo había rebautizado, llamándolo Barrio Cholón, en honor al enclave vietnamita de la desgarrada Saigon. Las acciones se encadenaron hacia un resultado sin retorno. Sencillo, tomamos pupitres de las aulas que funcionaban en la planta baja y los trasladamos a ese corredor ciego del subsuelo. Fue fácil bloquearlo con una montaña de muebles, digna de San Juan y San Pedro, previo a la fogata. Por allí se produciría el intento de ingreso del policía finalmente frustrado. En el instituto de economía había un par de profesores que se encerraron aguardando los acontecimientos, entre ellos don Uros Bacic un yugoslavo del grupo venido en la posguerra, con Lascar Saveanu, rumano que había arribado con su compatriota, Florin Manoliu, quien se jugó, durante la guerra, salvando la vida de muchos judíos perseguidos por el nazismo. En el piso superior se encontraba el vice rector, el ingeniero Arango, un matemático parco y obtuso, con poca cintura para dialogar con los estudiantes. En medio de la erupción, suena el teléfono, era su esposa, que clamaba atención médica pues el hombre sufría de diabetes y temía un colapso. En la azotea se ubicaron algunos compañeros con el fin de arrojar objetos ante algún intento por desalojarnos. Había aires de invasiones inglesas, pero nos faltaba el aceite hirviendo. El edificio simulaba una fortaleza sin puentes con el entorno. Desde aquel atalaya se dominaba todo. En el aula magna comenzaron los discursos para darnos ánimos y los debates más inverosímiles que recorrían la economía y la política nacional hasta la guerra de Vietnam. Éramos la generación del Cordobazo. Se vivían horas conmovedoras: el correntinazo, el rosariazo, el rocazo. Muertos, heridos, mártires de la lucha popular. Soplaban vientos de revolución en el mundo. La mañana transcurrió sin más novedades en las inmediaciones, la policía tarda en hacerse presente pues corrió el rumor que el grueso se había desplazado a la zona, por un operativo conjunto. El silencio hacía la venia, la calma intimidaba. Recién en las primeras horas de la tarde comenzó el asedio. Nuestra ingenuidad era atroz vista desde el hoy, la lucha no tenia posibilidades de triunfar, callejón sin salida, pero no había nada que nos arredrara. Estábamos en el desfiladero de las Termopilas. Pasadas la dieciséis horas la policía tuvo un intento de ingreso por el subsuelo pero el bloqueo los hizo desistir, tras una calma chicha que desconcertaba comenzaron a disparar gases lacrimógenos que pronto invadieron todo el edificio, algunos compañeros juntaron pilas de papales y los prendieron fuego para combatir los efectos nocivos del gas. Subimos e irrumpimos en le rectorado. La atmósfera era irrespirable, algunos, que tenían mas experiencia, nos aconsejaban mojar pañuelos y ubicarlos en las vías respiratorias, para neutralizar las molestia. Eso hice, me encerré en el baño del rector, y en el lavabo mitigaba el incordio. El hombre permanecía sentado, impasible, absorto, sin argumentar nada, ante la batería de recriminaciones que recibía. Era una esfinge tributaria de la arbitrariedad. Envueltos en esa nube asfixiante, que hacía difícil permanecer mucho más tiempo, en esa situación, vino la eventual tregua. Ante el llamado del fiscal, negociamos por una ventana. Desde la mayordomía, y en un tenso dialogo, con nuestros líderes, se acordó que podríamos salir, nosotros lo haríamos todos juntos y llevaríamos como garante al señor Andreu. Finalmente, cuando se abrió la puerta, y emergimos desde el portal, tomamos conciencia de la conmoción, el transito sobre la Avenida Colon estaba cortado, cientos de estudiantes se habían agolpado en las inmediaciones del Hotel Austral, a cincuenta metros, donde se les impedía el paso, estaban en solidaridad. En los avatares de la resistencia un compañero, Aldo, había llevado petardos a repetición, que arrojó desde la terraza, generando un efecto distractivo en las fuerzas de seguridad, fuegos de artificio, una audacia, que no sería contestada con balas de fogueo. La revista amarillista, ASI, registra el momento de la salida, donde se ve un grupo compacto, con los pañuelos de barbijo, al estilo cowboy. Gracias a esa publicación, alguien le avisa a mi madre, creyó descubrir mi rostro en el grupo, y no se equivocó, pese a la borrosa fotografía. Es que estábamos separados por dos mil kilómetros, y ahora entiendo su aprehensión. Nada podría hacer en mi ayuda. Los acontecimientos siguieron, salimos tomando del brazo al funcionario odiado, Andreu, y marchamos con rumbo al comedor universitario, que estaba en el extremo norte de la ciudad. Llegamos. Y entonces dejamos partir a nuestro rehén garante. ¿Triunfamos? En los jardines se dieron muchos debates acerca del balance. No había claridad. La represión no se hizo esperar. Se libraron veinticinco órdenes de detención. Estampida general. Anécdotas mil. La más curiosa, es que un grupo de compañeros, se acomodaron como pudieron en un departamento. Eran seis y había dos camas y una cuna. Hete aquí, que uno se encogió en aquel colchoncito. Paso a la posteridad como, el bebé de Rosmary, por aquella película con Mia Farrow. Su fealdad era difícil de empardar, pero merced a tenacidad y tiempo, después, contra todos los vaticinios, obtuvo su título de contador público, mientras otros se vieron arrastrados por el torrente revolucionario y eligieron caminos ladinos. Como mi compañero de habitación, Juan Carlos, el mudo, Irurtia, arquero del club Pacifico y del barrio, un alma sensible, con sus grandes manazas, para abrazar la pelota, como al porvenir, quien ofrendó su vida en los montes tucumanos. Había que camuflarse, los fotógrafos eran blancos de nuestro recelo. Y los infiltrados, muchos con libreta universitaria, hacían su faena. Ahí, me dejé crecer la barba candado, cambiando mi apariencia. A a mi regreso al pueblo, a vacacionar, algunos influidos por la propaganda fascista, me interrogaran por tal aspecto, que según mentes afiebradas, remitía a los barbudos de la Cuba Revolucionaria. Pasé un mes escondiéndome, hasta que las aguas se calmaron. En los jardines del comedor universitario culminó la marcha y las aguas se enfriaron. Desde el rectorado, nos “perdonaron” la vida, y llegaron los balances, de espaldas a las masas, nosotros los iluminados, como agudizar las contradicciones, de eso se trataba en la jerga del activismo estudiantil para provocar la caída del tirano. La conducción anárquica de la medida tomada, que para nosotros fue un acontecimiento culmine, se diluyó sin resultados. Quizás lo que nos hizo sentir ufanos, fue haber eludido el largo brazo de la represión, estar indemnes en un momento histórico disruptivo. No presumíamos lo que vendría, mientras, se afilaban los sables para una carnicería memorable seis años después. En las penumbras, la cofradía oligárquica, urdía sus planes de devastación del país. Algunos de aquellos osados activistas, indignados ante la opresión del pueblo, pasaron a engrosar la lista de detenidos desaparecidos, como Aldo Malmierca, aquel risueño necochense, gruesos anteojos negros, y un aire a lo Woody Allen, que tuvo la ocurrencia de arrojar cohetes, a hombres armados hasta los dientes. Una foto, casi pensada por un titiritero del destino, lo muestra jubiloso, en un asado, en el club universitario. Estamos todos. Por esas cosas inexplicables, pareciera evocar, a la última cena de Cristo y sus discípulos, todos hombres. Aparece en el centro, brindando para la cámara, con un jarro de vino. Quizás una señal al porvenir. Hay que ventilarlo, que se sepa. Y como diría Cesar Vallejo, aleja ese cáliz de mí.- Texto: Oscar Armando Bidabehere e-mail: osbipd@gmail.com Olavarría, junio de 2013

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