viernes, 26 de julio de 2013

EL OFICIO...5.

5 Desde lo alto del campanario, el padre Toribio de Almada y el Doctor Perrier veían como la multitud derribaba a golpes de hacha el sauce magnetizado de la plaza y destrozaba todo cuanto se interponía a su paso. El pueblo entero estaba ahora poseído. Las pocas almas que habían podido escapar de la epidemia y de la furia se habían recluido en la parroquia. Había que pensar con serenidad y deponer reproches y rencores; ahora se trataba de sobrevivir, repartir con ecuanimidad los escasos víveres existentes que, aun sabiamente racionados, no alcanzarían para más de una semana. La situación parecía no tener solución aparente. Cuatro días habían pasado desde el inicio de los acontecimientos. Aquello era el fin de Quinta del Medio. Los poseídos asesinaban el ganado y se entregaban a diabólicas ceremonias en torno a sus restos, quemaban las cosechas y devastaban los, ya de por sí, poco fértiles campos. Tal era el cuadro de situación que presentaba Quinta del Medio. Pero ahora había una preocupación más inminente: los posesos se habían reunido en la entrada de la parroquia y, entre convulsiones, gritos, maldiciones en latín y araméo, estaban dispuestos a derribar la puerta según habían podido comprobar el cura y el doctor desde lo alto del campanario. En ese preciso momento, una nube de polvo se hizo visible en el horizonte y luego se escucharon los cascos de un sinnúmero de caballos. Los recluidos pudieron comprobar que se trataba de la llegada —que creyeron providencial— del ejército. El coronel Severino Sosa, al frente del pelotón, consiguió dispersar a la multitud de poseídos que se replegó, con diabólica estrategia, en los alrededores de la Intendencia. Acompañado por dos oficiales, el coronel recuperó la iglesia y se encaminó hacia el cura que no paraba de rezar y al médico que no dejaba de tomar apuntes. Con voz imperativa les exigió que le explicaran de qué demonios se trataba todo aquello y que, carajo, hablaran de a uno porque así era imposible entenderlos. El cura le explicaba que el Diablo había poseído al pueblo y el doctor insistía con su tesis de epidemia histerodemonopática. En el límite de la paciencia, el coronel Severino Sosa los conminó a que se callaran. Entonces dio su impresión del asunto, qué histericia ni Diablo ni mierda, esto señores, dijo, se llama revolución, aquí la única posesión es la que han hecho estos salvajes de los campos y del ganado que no les pertenece. En ese mismo momento el coronel declaró a Quinta del Medio en rebelión política, ordenó arrestos, juicios sumarios y fusilamientos porque, declaró, a estos revolucionarios lo único que los cura es el paredón. De los sesenta y cuatro —ahora bautizados—"rebeldes", treinta y dos fueron fusilados. El resto fue arrestado en la Intendencia hasta que, finalmente, llegó un nuevo decreto del ejecutivo ordenando la inmediata construcción de una cárcel de extrema seguridad en el pueblo. Lunes 24, Santa Isabel de Hungría que ahuyenta los malos pensamientos y los recuerdos ingratos; Martes 28, San Eleuterio y San Pedro obispos. Con la misma lenta pereza con la que los santos aletean sobre la bóveda azul del desierto, con el tiempo, Quinta del Medio volvió a ser aquel pequeño oasis en la mitad de un páramo amarillento y seco. Ahora, frente a la cúpula del campanario que jamás tuvo campana, más alta que la torreta del reloj que un día se detuvo a las diez en punto de la noche, se eleva el mirador de la cárcel en cuyo fondo, torcidas y olvidadas, pugnan por desenterrarse las treinta y dos lápidas sin cruz.

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