domingo, 25 de agosto de 2013

Maradona es una herida absurda Por Guillermo E. Pintos contacto@miradasalsur.com

Las últimas noticias sobre Diego Maradona y los interminables avatares de su vida ¿amorosa? se superponen esta semana con la imagen triunfante del ídolo gordo, en andas de los jugadores de Deportivo Riestra (primera D), a quienes motivó previo al partido que el modesto equipo de Villa Soldati le ganó a San Miguel por 2 a 1. Por razones de salud mental y decoro profesional, se evitará aquí enumerar detalles de acuerdos ya no tan secretos de división de bienes, deberes de paternidad, rumores de fiestas descontroladas en Nordelta y demás especies que circulan en ciertos medios dedicados a estas cuestiones, en donde el mágico apellido sigue resultando en pasto para las fieras. De última, aquellos que quieran enterarse o bien se encuentran dentro enganchados en el particular proceso de adicción que genera la circulación de este tipo de información de actualidad, bien pueden enterarse de todo, en este mismo instante. Aquí se habla de otra cosa. Porque si se trata de Maradona, mejor y más certero es que se trate de fútbol ¿no? Increíble pero ya pasaron 16 años desde el entretiempo de aquel Boca-River de octubre del ’97, en donde dejó de jugar de verdad. Aquí lo que interesa y da lugar a esta nota es que lo más reciente sobre el 10 y su influencia en una cancha de fútbol, data del fin de semana pasado. Impresiona la imagen de este Maradona gordo y gastado, con el pelo corto y cada vez más parecido a su papá, porque permite pensar en todas las mutaciones físicas que conocimos del más carismático, polémico y querido deportista argentino de todos los tiempos (afirmación que despertará, seguramente, inmediata réplica silenciosa del lector, pensando en Fangio, Vilas, Monzón, Ginóbili, etc.). Ahora Maradona, el Diego, se parece a los 52 más que nunca a don Diego, al que también los argentinos aprendieron a querer porque, entre otras cosas, fue el asador oficial de los campeones del mundo del ’86 y también, mucho mejor que eso, porque permaneció en astuto silencio durante las cuatro décadas del caótico reinado de su hijo en el mundo de la cultura popular argentina. Al margen, este Maradona asociado a una marca de bebida energizante y conectado con un pequeño club de barrio de la cuarta división del fútbol argentino por intermedio de su más reciente abogado (tuvo muchos en todos estos años, también se aprendió a conocerlos, seguramente no a quererlos), sigue despertando simpatía. Y asombro. Y devoción. Sobre todo en los jugadores amateurs de Riestra, que escucharon su arenga previa y salieron a comerse la cancha para ganar el primer partido de un campeonato del que no se tenían noticias… De no ser por la particular presencia de un tal DiegoArmandoMaradona. En particular, quien esto escribe tiene por Diego Armando lo que los Rolling Stones bautizaron “emociones mezcladas” en una canción. Maradona fue el superhéroe de la infancia y eso es imposible de olvidar, por él y por el tiempo en el que eso sucedió. Viene a cuento aquí una frase alternativamente atribuida –y sin consenso sobre la originalidad de autoría– a Borges, Rilke, Baudelaire y otros varios célebres escritores. “La patria es la infancia”, dice. Permita el lector la licencia que brinda la liviandad de una nota de contratapa para adaptarla en beneficio del razonamiento aquí esbozado. El fútbol es la infancia. De otra forma no se entendería cómo miles de argentinos cada fin de semana (o en el día y horario que sea, ahora da igual) siguen apasionándose por el desarrollo y el resultado de un partido. Volviendo a Maradona… Era el petiso de rulos y sonrisa permanente que no conocía la cocaína ni Dubai y mucho menos a los abogados, el que conmovió al país y el pequeño hogar de una familia de clase media de Olavarría cuando pasó a Boca y debutó con la azul y oro un domingo de febrero del ’81, cuando hacía mucho calor en la Bombonera. Tanto como el calor que hacía también a orillas del arroyo Tapalqué, en el centro de la provincia de Buenos Aires, allí donde llegaba el primer relato de Víctor Hugo Morales en Argentina, a través de una vieja radio portátil. “La soltó como una lágrima” es una frase que resuena todavía en la memoria. La pequeña metáfora que eligió el querido relator uruguayo para describir el tiro penal que Diego le convirtió esa tarde a Chocolate Baley (su primer gol oficial en Boca), resulta siempre una conexión con esos días de inocencia, timidez y la diversión casi única, exclusiva, de jugar a la pelota todas las tardes de todos los días imaginando pases al vacío, pecho y volea contra un palo de un arco imaginario, mientras sonaba de fondo el coro multitudinario de la cancha de Boca. Aquella imagen del Diego del ’81 todavía aparece, de vez en cuando, en una foto en colores que emerge de una billetera gastada para recordar días felices, de goles a River y un campeonato sufrido, pero ganado. Casi un motivo kitsch que sirve para contarle a los hijos cuando papá era un niño y la tele era en blanco y negro. Pero los colores azul y amarillo de esa camiseta de las tres tiras, y la sonrisa de dientes blancos, y el pelo negro ensortijado, no. Pasaron muchos años, décadas que parecen siglos en la vida de una persona a la que otras personas no han dudado en llamar “Dios” (no sin exagerar, por supuesto). La siguiente escena sucede en la habitación de un departamento de tres ambientes de lo que se ha dado en llamar “Villa Freud” (Salguero y Pasaje del Carmen). Las noticias sobre la internación y el estado de salud de este buen señor que ahora sonríe sobre los hombros de los muchachos de Riestra, no eran las mejores. Al contrario: la tele decía que el corazón tal vez no aguantara, que el pronóstico era reservado. El (todavía) joven periodista no encuentra otra reacción que llorar. Llorar de tristeza porque el Diego se podía morir, y eso lo sentía como si fuera el más querido familiar o amigo. Hoy, cuando todo aquello apenas emerge como un pequeño recuerdo –borroso pero a la vez vívido, no hay forma de evitarlo–, Maradona sigue con su existencia sobresaltada y a prueba de balas. Y sobrevive con la fama que supo ganarse dentro y fuera de la cancha. Ya no despierta pasión ni lágrimas por lo que pueda pasarle en el periodista y padre de familia que vive en Villa Urquiza. Ni tampoco compasión. A veces, y aunque cueste procesarlo, genera una gélida indiferencia. Que si tiene hijos y no los reconoce. Que si es oficialista a tiempo completo (con Menem, Néstor o Cristiana, que más da). Que si vive en Dubai ajeno a todo y envuelto en aire acondicionado. Que si tiene una novia de veintipico. Que si se enfiesta con las vedettes de turno. Nada de eso importa, ni interesa. En todo caso, ahora es carne de cañón mediática para los Rial y los Del Moro. Y en TN difunden en “primicia” la arenga que les dio a los jugadores de Riestra. Que también está en Youtube, a un clic de distancia. Nada de eso importa. Por cierto, a esta altura del partido resulta conveniente darse cuenta que es posible (y mejor y más saludable, tal vez) que haya muchos Maradonas y que cada uno de ellos viva en el recuerdo personal, privado, de cada uno que haya amado al genial jugador de fútbol que tanta emoción fue capaz de generar. Y que cada uno lo lleve, como quiera y pueda, impregnado y pegado a los recuerdo de días felices con amigos, escuela, fútbol y pastel de papa de la vieja, sin responsabilidades ni cuotas que pagar a la vista. Ese pequeño tesoro de consumo personal puede permanecer inalterable y bien guardado en un lugar privilegiado del disco rígido de la memoria, tanto como la estampita del joven número 10 que sonríe vestido de azul y oro en un lugar privilegiado de la billetera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario