lunes, 24 de febrero de 2014

Los infiernos artificiales

Nada surge de la nada, tampoco las drogas. En su vacío, en su curiosidad, en su desesperación, el hombre desde que es hombre buscó la forma de alterar sus estados mentales. Cuatro mil años antes de Cristo empezó la jugada. Se ha recorrido un largo camino, sí. Hay quienes dicen, incluso, que hemos llegado demasiado lejos, y que ya no sabemos cómo regresar. Es posible.
Cuando el viejo y todavía infructuoso debate sobre las drogas parecía acomodarse entre los cuatro puntos cardinales de la prohibición y la legalización, las blandas y las duras, una nueva generación de drogas, inasibles para la ley, surgió desde el fondo de su propia tragedia, y desató el infierno, una espiral de violencia, ruina, delirio y muerte.
El crack–up. En los años ’90, cuando los argentinos oían la palabra “paco”, todavía pensaban en Paco de Lucía, en el buen Urondo, o en algún conocido personal, seguramente bautizado Francisco. Sin embargo, apenas al lado, en el Brasil, por ese mismo entonces, el crack –el “craqui”, como le dicen– ya había penetrado las escuelas.
En 1996, Vania Rodrígues da Silva era profesora en un colegio secundario en la ciudad de Curitiba. Y recuerda: “Yo apenas empezaba en la profesión, pero enseguida entendí que ya no se trataba de educar, sino más bien de contener a los alumnos. Al otro lado de los muros de la escuela, ya se consumía crack, porque ya lo vendían ahí. Contener a los alumnos, significaba eso: salvarlos del abismo”.
Pero el abismo se abrió.
Así las cosas, en 2013, un estudio de la Universidad Federal de Sao Paulo confirmaba que el Brasil era ya el mayor consumidor de crack en todo el mundo.
Espejo que avisa porque adelanta, hoy en la Argentina el PBC (pasta base de cocaína) ocupa el segundo lugar en la preferencia de los consumidores. Le llaman paco, pero ya nadie piensa en De Lucía. Así las cosas. (Ver “La bosta del paco”).
El umbral del infierno. Resto, desecho, residuo de la elaboración del clorhidrato de cocaína, llamado, sin embargo, “base”; amasijo de ácido sulfúrico, querosén, carbonato de potasio y otros venenos; surgió sobre la Tierra a mediados de los años ’80 en las periferias de Nueva York, Los Ángeles y Miami.
A inicios de los ’90, ya estaba en Suramérica, en Brasil. En 1990, exactamente, la DISE (Diviçao de Investigaçoes de Entorpencentes) registra la primera incautación de crack en la ciudad de San Pablo. La noticia se hundió, inadvertida en el océano del día, pero un auténtico desastre se había anunciado.
En apenas un par de décadas, Brasil iba a convertirse en el primer consumidor mundial de crack. Cinco veces más barata que la cocaína, y cuatro veces más adictiva, pronto arrasó las favelas y desde allí se derramó sobre las ciudades, sus clases medias, y siguió en ascenso…
Hasta 1989, los relevamientos epidemiológicos hechos entre chicos de la calle no detectaron presencia de crack. Pero ya para 1997, un 46% de los entrevistados lo estaba usando. El número preocupaba, la tendencia aterró.
En 2001, un estudio del Cebrid (Centro Brasileiro de Informaçoes sobre Drogas Psicotrópicas) informaba que la cantidad de usuarios de crack se había duplicado.
Claro que por su propia burocracia las mediciones oficiales resultan incompletas, o en el mejor de los casos, retrasadas. El último septiembre, un relevamiento del Ministerio de Salud contabilizó 370 mil usuarios regulares de crack, apenas en las capitales de cada estado. Pero, según un informe de la ONU –citado en el portal del Senado Nacional–, el número de usuarios en todo el país rondaría ya las dos millones trescientas mil personas.
“Creo que no existe un lugar, una región, una ciudad del Brasil que esté libre del mercado del crack. Pagaremos un precio muy alto con las embarazadas usando crack, con los adolescentes usando crack”, alerta Ronaldo Laranjeira, director del Inpad (Instituto Nacional de Políticas Públicas para el alcohol y otras drogas).
El precio ya se está pagando. En diciembre de 2011, el Gobierno Federal lanzó un programa de combate al crack, y la decisión de invertir en esa lucha 4.200 millones de dólares. Pero ése no es el precio.
Maqueta a escala real de esa muerte en vida, el mismísimo centro de San Pablo, la Estación da Luz, otrora punto bohemio de la ciudad, hoy está tomado por los usuarios, es la famosa Cracolandia, allí se juntan cientos y miles al cabo del día, y a pleno sol, en la cara de las autoridades, de los medios y el público. A veces los corren, pero siempre vuelven. Ambulan, giran, deliran y revientan. Es el abismo.
Sin embargo, la mala noticia no es el crack. El crack, pese a todo, no sería el infierno, sino apenas su antesala. El umbral del infierno.
Una nueva generación de drogas, mucho más duras que todas las duras conocidas, y mucho más baratas y por completo devastadoras, ha nacido. Los buscadores las compendian bajo el rótulo “Las drogas del Apocalipsis”. Garantizan la muerte.
Las drogas del final. Una teoría que se quedó sin autor conforme ganó adeptos, dice que el crack es consecuencia de la represión. Que la persecución a la marihuana y las anfetaminas, en los ’60, promovió el uso de la cocaína. Y que luego, en la lucha contra la cocaína, al encarecer o dificultar los insumos básicos para su producción, los traficantes abarataron el proceso hasta lograr el crack.
Y por eso, entonces, de la guerra contra el crack, ahora nació el oxi, cuatro veces más barata, pero cinco veces más adictiva, y rápidamente mortal.
Variante feroz del ya feroz crack, residuo refinado con gasoil, a cambio de querosén; ácido para baterías, en vez del sulfúrico; y en lugar de carbonato de potasio, cal viva; así el oxi reduce sus costos para bajar el precio y elevar el daño.
A principios del nuevo siglo, las autoridades brasileñas detectaron sus primeras víctimas en el estado de Acre, frontera con Bolivia. Pero a poco más de dos reales la dosis, pronto se esparció por los otros estados del Amazonas, alcanzó las grandes ciudades y, ya para 2011, el oxi representaba el 80% de la droga incautada en el estado de Pará.
“Se está volviendo una epidemia, un problema de salud pública”, avisa Ivanildo Santos, jefe de la Unidad del Crimen Organizado de la Policía de Pará.
Su parecido con el crack lo vuelve invisible para las estadísticas. La policía federal, mientras tanto, lo niega, alegando que se trata de un shock publicitario del narcotráfico, cambiándole el nombre a la droga de siempre: el crack. Sin embargo, su precio y sus víctimas la contradicen.
Mientras la piedra de crack se vende a diez reales, por sólo dos es posible conseguir la de oxi. Y mientras los usuarios de crack guardan todavía alguna chance de supervivencia, los adictos al oxi no viven más de dos años.
El comisario Reinaldo Correa, de la División Prevençao e Educaçao do Denarc (Departamento de Investigaciones sobre Narcóticos), recuerda que en marzo de 2011 la policía incautó 200 kilos de oxi al sur de San Pablo, “pero fue registrado como crack, porque aquellos policías aún no sabían de la existencia del oxi”.
Desde los labios a los riñones, pasando por los pulmones, el hígado y la mente, el oxi lo destruye todo, y acorta la vida del usuario un 20% más que el crack.
El psiquiatra Pablo Moir Roig asegura que “el adicto al crack puede llegar a vivir cinco, seis años; pero el 30% de los usuarios de oxi no vive más de un año, y el resto rara vez pasa los dos años. Es una droga terminal”.
Sin embargo el oxi tampoco es la mala noticia. La mala noticia es que cada día son más las drogas del final.
El monstruo que surgió del frío. En junio del año pasado, en su informe anual sobre drogas, la Onudd (Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito), alertó sobre la profusión de una nueva generación de drogas sintéticas, pero también legales, porque en su profusión los laboratorios policiales no alcanzaban a detectarlas. “La velocidad y la creatividad del fenómeno, es un desafío para el sistema de fiscalización internacional de drogas”, dice el informe.
Según la Onudd, en 2009 se habían detectado 166 nuevas drogas sintéticas, y ya a mediados de 2012 eran 251, un incremento de más del 50% en sólo tres años.
El informe también avisa que debido a la dificultad para detectarlas, se venden incluso por Internet, y cuando las autoridades las descubren, sus fabricantes apenas varían levemente la fórmula, y las relanzan.
En los Estados Unidos, un 10% de la población entre los 14 y 25 años consume alguna de estas drogas. En Europa, en la misma franja, un 5%.
Cada vez más baratas y letales, desde los Estados Unidos avanza el ivory wave –también conocido como “sales de baño”–, y desde Rusia arrasa el krokodil, la droga caníbal.
Hijo de la morfina, y primo de la heroína, el krokodil es en realidad desomorfina –presente en cualquier jarabe para la tos–, pero entre ocho o diez veces más poderoso que la morfina. Su nombre, krokodil –cocodrilo en ruso–, lo ganó ahora, allí, en las grandes ciudades de Rusia, donde se estima que sus adictos ya alcanzan los tres millones. Lo bautizaron así por lo que hace con sus víctimas, escamándoles la piel mientras se come la carne hasta los huesos. De ahí que también la llamen la droga caníbal.
Sin embargo, las razones de su éxito son dos: el precio y su viaje. A menos de dos euros la dosis, permite paraísos artificiales propios de la heroína, aunque del todo fugaces y fatales. Por eso otros le dicen la heroína de los pobres.
No se fuma, se inyecta. Y allí donde se inyecta la piel se reseca y comienza a morir, pero para cuando alcanza los huesos el sistema nervioso ya colapsó, y aunque así el adicto no siempre se entera de su propia destrucción, los daños son irreversibles. La expectativa de vida, con su uso, no supera los tres años.
Desde Rusia se esparció primero por Georgia, por Ucrania, y hoy penetra la Europa occidental y sigue. El año pasado ya se detectaron casos en la frontera de México con Estados Unidos. La revista Time le dedicó una tapa: “El monstruo ha cruzado el océano”.
Desorientada por su invisibilidad –dada su fácil producción casera– la DEA, por el momento, niega su existencia en territorio norteamericano, alegando que se trata simplemente de más heroína. A ellos ahora les preocupa otra cosa: el ivory wave, las sales de baño. Lo que muchos prefieren llamar la droga de los zombies.
Invasión zombie. En mayo de 2012 la policía de Miami le disparaba a Ruby Eugene, de 31 años, que, desnudo bajo una autopista, se comía la cara de un indigente. Le tiraron primero en una rodilla, pero no quiso parar, y lo mataron. Ya le había comido el mentón, la nariz, un ojo y una oreja. Después descubrieron que estaba bajo los efectos del ivory wave, una droga sintética libremente comercializada como sales de baño, o sales minerales. Su aspecto es ése. Su contenido es la demencia.
En realidad, contiene metilendioxipirovalerona, una sustancia similar a la cocaína que, una vez fumada, aspirada o inyectada, establece una fuerte dependencia, y prodiga alucinaciones, irritabilidad, paranoia, reacciones violentas, impulsos suicidas, taquicardia y psicosis. A partir de los cinco miligramos, los efectos pueden durar desde un día hasta una semana.
Su consumo lo inauguraron hacia 2010 los adolescentes norteamericanos, pero inasible para la policía, ya se vende en las tiendas naturistas del Reino Unido, España, Francia y otros países de Europa.
Dada la posesión a que somete al individuo, muchos la llaman la droga zombie. Mark Ryan, experto en drogas sintéticas del Lousiana Poison Center, repara en la rareza de otros casos de ivory wave: “Hubo un hombre que quiso remover el radar de un auto de policía con los dientes. Muchas de estas personas (como el caníbal), por alguna extraña razón son encontradas totalmente desnudas, y no sabemos si tiene que ver con los efectos psicóticos que generan las drogas, o con que sus propiedades estimulantes hacen subir la temperatura del cuerpo. Se registraron síntomas realmente extraños. Gente que en sus casas tomaba una pistola y le disparaba a la pared porque creía escuchar voces que salían de los muros. También hubo varios suicidios y asesinatos relacionados con el uso de estos productos”.
Así también existe la llamada “miau miau”, o viaje legal, que es de venta libre travestida en un fertilizante para plantas. Se trata de mefedrona, y tiene propiedades psicoactivas análogas al éxtasis. Desde la hemorragia nasal al derrame cerebral son sus efectos colaterales, y ya es la cuarta en popularidad en el Reino Unido y los Estados Unidos, luego de la marihuana, la cocaína y el éxtasis.
Capaces de anular al individuo para devorarlo después, no faltan quienes temen un ataque terrorista que envenene con tales sales el agua de una ciudad entera, y entonces una invasión zombie dejaría la ficción y cruzaría la realidad. Mientras tanto, al alcance de todos los bolsillos, se venden libremente por Internet.
La ONU grita: “El fenómeno ya penetra América latina”. Claro. Como Internet.
Legalización o dependencia. “El mercado de las drogas sintéticas se ha convertido en una estructura con un alto nivel de integración, y grupos del crimen organizado involucrados en la producción y abasto”, avisó ya en 2011 Yury Fedotov, titular ejecutiva de la Onudd. “Debido a que son fáciles de adquirir y a que su fabricación es relativamente sencilla, son drogas atractivas para millones de adictos. Y también ofrecen a los delincuentes una entrada a mercados frescos y no explotados, y a diferencia de las drogas que deben cultivarse, se pueden elaborar donde sea con poca inversión inicial”.
Décadas de prohibición, así evolucionan. Y así también se explica por qué, atentos al fracaso, algunos Estados prueben nuevas estrategias.
Allí está el Uruguay, por ejemplo, legalizando no sólo el consumo de la marihuana, sino también su cultivo y comercialización. ¿Un duro golpe al narcotráfico?
Otra variante es la que intenta ahora Nueva Zelandia, que en julio del año pasado legalizó el consumo y la comercialización de drogas sintéticas, pero en un marco de control sanitario. En pruebas similares a las que atraviesa la industria farmacéutica, el producto debe demostrar que no es dañino para la salud, y ahí sí, a la venta.
Y es que a esta altura de la tragedia, pareciera ser que el problema no son tanto las drogas, como el narcotráfico. Acaso es hora de precisar quién manejará ese poder capaz de masticarse por dentro cualquier sociedad; y ese inmenso flujo de dinero que ubica al negocio de las drogas como el segundo del mundo. Si será el Estado organizado… o el crimen organizado.
Lo demás es un problema de salud. De curiosidad, de vacío o de­sesperación. Cosas del hombre desde que el hombre es hombre.
La bosta del paco
Como un chiste de la historia, en su lucha contra el narcotráfico, el ministro de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, coincidió absolutamente con un ícono de sus enemigos.
“Pablo Escobar (Gaviria) decía que no hay posibilidades matemáticas de que la persecución policial pueda contra el narcotráfico. Y es verdad, porque la lucha tradicional, de (Richard) Nixon para acá, es la guerra del gato y el ratón”, decía a principios de esta semana, en declaraciones a la radio Rock & Pop.
Sin embargo, un mes antes, el 17 enero, un decreto presidencial le encomendaba a su ministerio la lucha contra el narcotráfico, que hasta entonces llevaba la Sedronar (Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico). En el medio, el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, contradecía al ministro de Defensa, Agustín Rossi, quien a su vez afirmaba que la Argentina era un país de tráfico y consumo, pero también de producción.
Uno de los trabajos de campo más citados sobre el PBC (pasta base de cocaína), o paco, fue realizado por la Asociación Civil Intercambios, y allí explica su coordinadora, Victoria Rangugni: “La hipótesis más fuerte es que no hay pasta base sin transformación en la industria de la cocaína. No es que los usuarios encontraron una sustancia nueva; no es que un despiadado hizo aparecer la pasta base para matar jóvenes pobres. Cambia la macroeconomía de la cocaína, se produce más en la Argentina y por lo tanto circula más el desecho de la producción. El clorhidrato se envía a los que pueden pagarlo en Palermo o Barrio Norte y en grandes cantidades para la exportación. El desecho se vende acá. Se reterritorializa la narcoeconomía y se reterritorializa el consumo”.
No falla. Por su propia dinámica, donde aparece el paco se revela la existencia de laboratorios de cocaína, así como hay caballos donde aparece bosta.
En 2008, el sonado caso de la ruta de la efedrina, y su triple asesinato, descubría una nueva dimensión del problema en la Argentina. A partir de entonces surgieron, sobre la superficie de los medios, otras sustancias y otros ámbitos, y los primeros laboratorios clandestinos del país. Y comenzó el combate. La lucha del gato y el ratón.
En 2012, las fuerzas de seguridad desmantelaron dos laboratorios de cocaína, que según las autoridades, procesaban más de 6 toneladas al año. En 2013, la Policía Federal y la Bonaerense decomisaron casi otras seis toneladas. Porque el gato siempre atrapa algún ratón. Pero los ratones siempre son más.
Una producción sencilla, de baja inversión inicial y alta renta, alienta una industria que se renueva a diario burlando todos los controles legales con destreza global.
Por ahora, sin embargo, en el país no se registran casos de krokodil, ivory wave o miau miau; y la palabra oxi todavía remite a una marca de calzados, o de pinturas. Los pocos medios argentinos que se ocupan del tema lo ven como una nueva droga que aterra al Brasil. Así como hace años miraban el crack.
Quizás el ministro Berni tiene razón, y Escobar Gaviria tenía razón.

Miradas al Sur

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