domingo, 30 de marzo de 2014

Tribulaciones sobre el suicidio Por Ricardo Ragendorfer

El trágico final del empresario Fabián Rodríguez, un final con el rating minuto a minuto. ¿Un signo de la época.

El suicidio es quizás el único acto de la condición humana a cuyo autor no se le puede pedir una opinión al respecto. El escritor francés André Malraux alude a esa particularidad en su libro Antimemorias (Antimémoires/1967), al destacar que, justamente por falta de fuentes directas, resulta ocioso discurrir sobre “el coraje o la cobardía de sus hacedores".

Bajo el imperio televisivo del rating minuto a minuto, tal limitación articula situaciones atávicas algo desaforadas, así como lo demuestra el trágico final del empresario Fabián Rodríguez. ¿Un signo de la época?

En cualquier lugar del mundo y en todos los tiempos, el asunto ha sido una fuente inagotable de saltos conceptuales en el vacío.
Por caso, algunos viejos socios del Club Argentino de Ajedrez, ubicado en una elegante casona de la calle Paraguay al 1800, tal vez aún recuerden esa noche del invierno de 1972, cuando el conserje de la institución se quitó allí la vida.

Nadie sabía el nombre de pila de Magliarella, quien mostraba una contextura regordeta y un leve parecido a Pedro Picapiedra. Solía estar casi siempre junto a la entrada, apostado ante un escritorio que disimulaba su baja estatura. Y tras la caída del sol, acostumbraba a ocupar uno de los sillones del primer piso, para enfrascarse en tertulias con los socios.

Pero en los últimos tiempos, su rutina varió: había entablado una relación sentimental con una joven jugadora de ajedrez. Debía haber pocas mujeres menos bellas que esta. No obstante, noche tras noche, Magliarella pasaba largas horas extasiado frente a ella, susurrándole palabras de amor en la mesa más alejada del buffet. La misma escena se prolongaría a lo largo de todo ese otoño. Hasta que, un buen día, sin ningún aviso previo, la mujer dejó de frecuentar el club. Desde entonces, a Magliarella se lo vio atrapado en una irremediable pesadumbre.

El 29 de junio de aquel año fue un viernes particularmente gélido y, luego del atardecer, el cielo se había encapotado. En el club, la calefacción estaba averiada y él, con un gastado sobretodo, permanecía ante su escritorio con una sonrisa triste. Mientras tanto, en un salón de la planta baja se desarrollaba la primera ronda del Torneo Abierto de Invierno.

Una hora después, se escuchó un vocerío creciente que provenía del pasillo. Entonces, algunos socios se asomaron. El veterano maestro Miguel Najdorf, quien padecía una afección crónica en la vejiga, juntaba desesperadamente orina ante la puerta del baño, que presentaba dificultades en abrirse. En rigor, el picaporte cedía, pero la hoja de madera y vidrio esmerilado sólo alcanzaba a separarse unos centímetros del marco, hasta ser frenada por un obstáculo en el otro lado.

Entre varias manos que empujaban, finalmente, la puerta pudo ser abierta. El obstáculo que yacía sobre el piso de mayólica era nada menos que el cuerpo ya sin vida de Magliarella, quien se había cortado las venas con una gilette que brillaba junto a sus dedos. También tuvo el cuidado de dejar una carta, pero de lectura imposible: estaba empapada en sangre.

Lo cierto es que mucho antes, en un pasado ya remoto, existió una especie de tradición que consistía en suicidarse en los clubes más exclusivos de Buenos Aires. Se remontaba al 10 de julio de 1896, cuando Leandro N. Alem se mató de un tiro en el Club del Progreso. En uno de sus bolsillos fue hallada una carta, en la que, simplemente, decía: "Queridos consocios, disculpen que les haya hecho pasar este mal trago, pero quise que mi cadáver quedara entre manos amigas."

Desde entonces, el rito de matarse se fue amoldando a códigos que se cumplían a rajatabla. Por ejemplo, quien se considerara un verdadero caballero, debía suicidarse preferentemente con un disparo en la sien, de lo que se desprende que estaba muy mal visto infringirse la muerte mediante el cobarde recurso de ingerir algún veneno.

Por eso mismo, en el velatorio de Horacio Quiroga, quien se suicidó el 19 de febrero de 1937 tragando una exagerada dosis de cianuro, su colega Leopoldo Lugones se paró junto al féretro para acariciarle la frente al finado, y decir: "Horacio, te suicidaste como una sirvienta..."

Fue paradójico, desde luego, que el propio Leopoldo Lugones, tras despedirse de sus más cercanos amigos en el Círculo Militar, se haya suicidado en una isla del Tigre el 19 de febrero del año siguiente, ingiriendo nada menos que cianuro.

Se ignora hasta qué punto Magliarella sabía de estas historias. Pero, en el club de la calle Paraguay aún hoy se describe el pesado silencio que había entre quienes contemplaban su cadáver. Alguien, en semejantes circunstancias, sugirió taparlo con una sábana. Pero en el club no había ninguna. El cuerpo fue, entonces, cubierto con las páginas de un ejemplar del diario La Razón.

Hecho esto, mientras Magliarella seguía allí tendido a la espera de la ambulancia que lo llevaría a la Morgue Judicial, todos, sin ningún resquicio de pudor, fueron regresando lentamente a sus respectivas partidas de ajedrez.

Ahora, a más de cuatro décadas de aquel episodio, sobre el suicidio de Fabián Rodríguez corren ríos de tinta. Los detalles –tanto previos como posteriores a su último acto– se televisan en vivo y sin interrupción.

Una paradoja, por tratarse de un absoluto desconocido por el público. Y que seguiría anónimo ya en el Más Allá.

Las leyes de la comunicación masiva lo privaron hasta de su propia tragedia. Y con el siguiente título: “El drama de Nazarena Vélez”. Cosas del estado civil.

Infonews
 

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