viernes, 27 de junio de 2014

La relación de oro Por Juan José Saer

—¿Y cómo es eso? ¿Cómo es eso? —dice Eva riendo, inclinándose hacia mí mientras cruza las piernas tostadas y sus labios sin pintar se llenan de estrías profundas.
—Muy sencillo —le digo—. Un pensamiento puro es un pensamiento que no viene mezclado con nada.
Eva se entristece de pronto y murmura con una voz ronca:
—Estás viejo, Ángel. Dame un cigarrillo.
Se lo alcanzo obedientemente y se lo enciendo con el encendedor de oro que ella me ha regalado dos años atrás, el día de mi cumpleaños. Ella agarra mi mano y la pone entre sus senos. La angorina rosada del suéter está caliente, pero mi mano sigue fría. Eva me mira fijo y mis ojos recorren fugazmente su cara: los años son como cicatrices de viejos suplicios, infligidos a nuestra cara. Si fuera verano, yo estaría echado en la arena solitaria, quemándome al sol. Pero es inevitable que cada otoño se repita en mí el deseo de fornicar con Eva. Cada año tengo que elegir entre desear a Eva o quererme a mí mismo.
Retiro la mano del pecho de Eva para levantar la copa de vino. Con la copa en la mano hago un ademán circular que abarca toda la habitación.
—Esto es mucho mejor que la casa en la costa —le digo.
Eva echa una mirada al departamento. La mitad de los chirimbolos es demasiado antigua y la otra mitad demasiado moderna, y el conjunto es afectado y costoso, pero cálido.
—Hace treinta y dos años que vengo cambiando de casa —dice Eva—. El día que nací papá y mamá y mi hermano estaban preparándose para volver de la estancia a la ciudad. Nunca conocí esa dichosa estancia.
Fuma pensativa. No sé si ha llegado el momento de pedirle dinero. Cuando ella intuye que lo necesito sabe negármelo. Lo que me conviene es excitarla y dejarla colgada en su deseo y hacerla sufrir. Pero yo también sufro con su deseo. En diez años, la relación con Eva me ha enseñado que no hay modo de no sufrir, excepción hecha de la muerte. Pero la muerte no enseña nada.
—No entiendo cómo puede no venir mezclado con algo —dice Eva.
—Pasa, a veces —le digo.
Tomo un trago de vino tinto, cálido. Me inclino hacia la mesita y deposito en ella la copa vacía. Eva sigue mis acciones con la mirada. Después abre la boca y emite una risita sorprendida, estéril, y sigue fumando.
—Mi segundo marido era un tipo puro —dice Eva, pensativa—. ¿El entonces no venía mezclado con nada?
—No sé —le digo—. Probablemente no tenías la experiencia necesaria para saber cuáles eran sus impurezas.
—Puede ser —dice Eva.
Agarra otra vez mi mano fría y la deposita en su pecho. La angorina rosada está caliente. Eva se acerca a mí. Todo su cuerpo quema.
—¿Te sobra un poco de plata? —digo.
—Sí —dice Eva—. Creo que sí.
Su corazón palpita, me doy cuenta porque mi mano fría está sobre su pecho. No está muerta por lo tanto. Estamos en el departamento de Eva, en el séptimo piso. Soy su gran amor, constante respecto de sus tres maridos. Su tercer marido acaba de salir. El ambiente es cálido. Es el mes de mayo, y anochece. Por lo tanto no estoy muerto.
—Tu cuerpo quema —le digo.
Ahora está seria, vuelta hacia sí, los ojos entrecerrados, la cabeza alzada, y murmura. Nunca me he atrevido a preguntarle qué. Cuando empieza a murmurar, Eva desaparece y en su lugar queda alguien que no es ella, pero es en la cara de la Eva que vuelve donde quedan las cicatrices de las heridas que yo le he infligido a la otra. Y lo terrible del asunto es que yo, a diferencia de Eva, no tengo a nadie que haga todo esto por mí. Me paro y Eva abre los ojos. Ella también se para. Tiene una pollera gris, ajustada. Está descalza. Los zapatos permanecen caídos cerca del diván. Doy unos pasos y contemplo las luces de la ciudad a través del ventanal. Arriba, el cielo está negro y frío, lleno de estrellas gélidas y verdes. En la casa de la costa me asomaba al ventanal y veía el río. Eva venía a buscarme a mi casa en su coche y me llevaba a la costa.
—Sentémonos —dice Eva.
—Después. Tengo ganas de mirar ahora. ¿Te molestaría servirme un dedo de vino?
Ella va hasta la mesa y comienza a servir. Desde el ventanal vigilo su trabajo.
—Un dedo. No. Sí. Suficiente —digo.
Eva deja la botella. Me vuelvo y miro a través del ventanal después de verla recoger la copa y dirigirse hacia mí. Sus pies desnudos susurran sobre la alfombra.
—¿No estás bien? —me dice cuando me da la copa.
—Estoy perfectamente —digo.
—¿Qué te pasa?
—Si digo que estoy bien, quiere decir que no me pasa nada —digo.
"Estoy perfectamente": eso sí que es una frase pura. Eva se apoya en mí.
—No te enojes —dice.
Las luces de la ciudad empalidecen en lo negro. La oscuridad es fría. Eva se abraza a mí.
—¿Has estado jugando al pócker? —dice.
No le respondo.
—Podríamos organizar una partida en casa y marcar las cartas —dice Eva—. Los amigos de mi marido tienen mucha solvencia.
Eva mete la mano en el bolsillo lateral de mi saco sport. Lo he comprado a crédito a un avisador del diario. El director del diario ha firmado mi garantía. Eva saca mi llavero del bolsillo y lo hace tintinear. Se ríe y lo guarda otra vez en el bolsillo. Su pelo rubio cálido me toca la mejilla. Tomo un trago de vino.
—¿Lees, últimamente? —dice Eva.
—No, casi nada. Sí. Leí unos versos de Catulo.
—¿Por qué Catulo?
-No sé.
—Yo he estado leyendo un libro de Henry Miller.
—Ah, ese tipo. Sentémonos —digo.
Atravesamos la habitación hacia el diván. Nuestras piernas se mueven con el mismo ritmo. Primero la izquierda, después la derecha, como si desfiláramos. Mantenemos el equilibrio, caminamos. Es extraño.
Me siento en el diván y Eva en mis rodillas. Me abraza y me besa, furiosamente, y se vuelca el vino de mi copa sobre la alfombra.
—No importa —dice Eva—. No importa —dice Eva o quienquiera que sea ahora, apretándome y besándome con furia.
Ahora es cuando pienso cómo sería matarla. Me echo a reír. Cada vez que la cosa va a empezar, pienso cómo sería matarla. He leído no sé dónde que los hombres son sombras de algo. Los cuerpos no son sombras. Los hombres son cuerpos, no sombras. Y pienso en su muerte para imaginar qué es lo que podré comprender cuando no esté su cuerpo, para saber si hay en ella alguna sombra más nítida que su cuerpo. Digo sombra, y no misterio. Porque su cuerpo es el misterio, no su sombra. Dejo caer la copa, que choca contra la mesita y se rompe. La he dejado caer para que se rompa.
El cuerpo ardiente de Eva me aprieta todavía más. Luchamos y después fornicamos. Al acabar, Eva grita. Después jadea. Después se separa de mí y va a lavarse al cuarto de baño. Cuando vuelve su cara ha cambiado; no sé exactamente en qué, pero ha cambiado. Me encuentra mirando la noche fría a través del ventanal. Me pregunta la hora.
—Las ocho y media —digo.
—Lo sensacional ahora sería comer algo —dice Eva.
—Más tarde, en todo caso —digo. La miro a los ojos—. ¿Sabes que a veces se me ocurre matarte?
—Sí—dice Eva—. Me dijiste algo el año pasado.
—Es una cuestión experimental —digo.
—Sí, me explicaste, creo.
-¿Y no te da miedo?
Eva baja la mirada.
-No -dice.
—Curioso —digo, suspirando.
Eva va y se sirve vino y se calza los zapatos. Después enciende un cigarrillo.
—Deberías trabajar, Ángel —dice—. Deberías alquilar una casa en la costa y trabajar.
—El trabajo distrae del conocimiento —digo, riendo.
—Son macanas —dice Eva con seriedad, y toma su vino.
—Hablo en broma —digo.
Es el mes de mayo y anochece. Miro mi mano. Es mi mano. Ese cuerpo es Eva. Yo soy yo. Ninguna sombra. No estoy por lo tanto muerto.
—¿Vas a darme esos pesos, Eva? —le digo.
Eva se pone primero rígida, y después se distiende. Sonríe.
—No estoy segura —dice—. Creo que no va a alcanzar más que para invitarte a comer.

De Esquina de febrero (1964-1965), Cuentos completos, Seix Barral, Biblioteca breve, 2001

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