lunes, 30 de junio de 2014

¿Quién le pone el cascabel al gato? Por Alejandro Horowicz

Estamos enfrentando un nuevo orden colonial organizado por la bancocracia globalizada.

El fallo Griesa alcanzó una cumbre sin antecedentes. Todas las decisiones cesan. El depósito del gobierno argentino en un banco de Nueva York pareciera no haber sucedido. El gobierno remesó el dinero en tiempo y forma. El juez exige que el banco se lo devuelva. El gobierno no puede recibirlo sin quebrantar su propia juridicidad. El 92% de los bonistas no cobrará sus acreencias, como establece el acuerdo entre las partes, pese a que el dinero no ha sido embargado. Esta decisión del juez clausura, al menos en este estrecho presente, la autonomía jurídico-política que presupone la existencia de un estado nacional. Griesa se arroga la potestad de vetar decisiones soberanas. Y no se trata de una conducta alucinada, ni del cobro de los fondos buitre, sino de la inauguración de una peligrosa incertidumbre sobre las reglas que regulan a la bancocracia.

Una pregunta insomne recorre el tablero político internacional: ¿puede hacerlo? Reformulo la pregunta, ya que es obvio que puede: ¿esta decisión sobrevivirá en el tiempo? Mejor dicho: ¿Griesa expresa una nueva tendencia del poder global, o se trata de una curiosidad jurídica que un poder mayor enmendará? Pasado en limpio: ¿un juez de primera instancia, con jurisdicción en el New York de Wall Street, podrá contradecir una decisión soberana de la Unión Europea, marcando así la agenda de los problemas que se avecinan? Dicho con toda la brutalidad del caso: ¿quién manda?

Un nuevo horizonte colonial. Es evidente que el nacionalismo ha quedado reducido al ámbito futbolero; la copa del mundo es el escenario privilegiado de estos desbordes verbales casi ingenuos. Basta mirar la publicidad privada que la televisión argentina emite hasta el hartazgo para comprobarlo. Hay más. Un mordiscón se ha transformado en casus belli, profundas trincheras de insultos separan a los antagonistas, y la bostiferante discrecionalidad de un bando –después de todo sólo los débiles son obligados a cumplir la ley, los fuertes la eluden– permite el autorreconocimiento. Los que carajean al mismo son compatriotas. Es un nacionalismo sin demasiadas consecuencias, se renueva cada cuatro años y punto; eso si, sirve para acrecentar todos los prejuicios preexistentes. Permite despreciar sin tapujos, y devaluar sin cortapisas a eventuales contrincantes. Para el nacionalismo futbolero ganar es la primera prioridad; de no concretarse emerge la segunda: que no gane al menos el odiado rival. Conviene recordarlo, nadie con 15 minutos de pantalla televisiva ignora de quién se trata. 

Estas pequeñas miserias sustitutivas desplazan asuntos mayores. No se trata del nacionalismo de los oprimidos que enfrenta el nacionalismo de los opresores. Más bien es el nacionalismo de los opresores, ese modelo de desprecio aterrado y oscilante, que se terminó adueñando del sueño de los oprimidos. Es un nacionalismo a la caza de una víctima más débil, a la que se puede afrentar sin mayores riesgos. Es el nacionalismo de los que no están dispuestos a desafiar ningún poder realmente existente, ante él son sumisos, realistas y sobre todo lacayunos, y en la tradición nacional remiten al menemismo líquido, a las "relaciones carnales", al cuarto peronismo. 

No siempre fue así y conviene entender los motivos de tan abrupta como decisiva transformación. En 1946, cuando el coronel Juan Domingo Perón gana las elecciones que lo llevan a la presidencia, la derrota del fascismo expresó una limitada victoria popular. El intento de construir dos categorías nacionales únicas, potencias imperialistas de la raza superior y sometidos de las razas inferiores, fracasó. Hitler no sólo fue derrotado, sino que las colonias del ciclo anterior fueron invitadas a transformarse en "naciones". 

Con este viento de cola, y un programa propio para el naciente ciclo de hegemonía norteamericana, Federico Pinedo pensó con anticipación y clarividencia, en 1940, su célebre Plan. El bloque de clases dominantes lo expurgó a su manera, y el proyecto de confluencia industrial entre Brasil y la Argentina, se terminó transformando en competencia nacionalista con Itamaraty. Eran exigencias de la "defensa nacional", era la estrechez de estados mayores incapaces de pensar los conflictos más allá de su inmediatez territorial. 

En esos términos el bloque de clases dominantes intentó llevar adelante un programa de sustitución de importaciones industriales que, con distintas apoyaturas sociales y diferentes instrumentos políticos, se mantuvo impertérrito hasta la muerte de Perón. El 1 de julio de 1974, la cureña que arrastraba los restos del hombre más amado y más odiado de su tiempo, también transportaba los fragmentos de ese proyecto nacional. El ingeniero Celestino Rodrigo, de la mano de José López Rega, en compañía de la Unión Industrial y la Confederación General Económica, bajo la batuta de José Alfredo Martínez de Hoz, elaboró la nueva partitura. 

No nos equivoquemos. No fue la presión imperialista la que impuso los nuevos términos, sino una decisión autónoma del bloque de clases dominantes. No se trataba de sostener una política relativamente independiente que considerara su versión del interés nacional –que suele parecerse mucho al de las clases dominantes– sino de aceptar de acá en más el dictat del mercado mundial. El motivo es simple: la combinación entre desarrollo industrial y democracia política sin fraude, impulsaba la autonomía obrera. En ningún otro momento de la historia argentina el peso político de los trabajadores resulta equiparable. Y la emergencia de una nueva dirección sindical y política de los obreros industriales, la victoria de una lista socialista revolucionaria en Villa Constitución a mediados de 1975, a la que Ricardo Balbín denominara "guerrilla fabril", marcaba una nueva frontera. Para el bloque de clases dominantes la "independencia económica" y la "soberanía política" sólo importaban si la amenaza del socialismo no se hacía presente. La existencia de organizaciones guerrilleras con respaldo popular, y de trabajadores socialistas que pugnaban por una nueva dirección del proceso histórico, supuso una respuesta única: la dictadura burguesa terrorista que arrasó toda forma de resistencia, exterminando a sus militantes. 

Finalizada la cacería de antagonistas políticos dinámicos, restituido el control parlamentario de la política en 1983, garantizada la impunidad de los masacradores hasta 2001, la continuidad del programa antinacional, antipopular y antiobrero se volvió crecientemente compleja. El estallido de la Convertibilidad instrumentada por Domingo Cavallo, impuso una oxigenación del orden político sin transformar su fundamento. 

Mientras se trataba de salir del "infierno" el acuerdo no presentaba mayores dificultades, pero no bien es preciso elegir un nuevo rumbo, las cosas cambian. El conflicto campero puso fin al romance entre el bloque de clases dominantes y el gobierno K. Y los precios agrarios facilitaron una política que sin poner en entredicho sus beneficiarios, facilitaba una relativa autonomía para sus ejecutores materiales. No es preciso ser particularmente agudo para darse cuenta que esa "posibilidad" inquietaba e inquieta al poder real. Y que la garantía final, el techo contra cualquier tendencia popular, desde el momento en que las Fuerzas Armadas colapsaron, pasa por la lógica del mercado mundial. Ese es el punto. 

Pero no existe una sola forma dentro de esta lógica. La de Griesa no es exactamente la del FMI, y se trata de saber si el enfrentamiento se desplegará o si sólo se trata de diferencias "secundarias". Dicho de otro modo, entender, dado que estamos enfrentando un nuevo orden colonial organizado por la bancocracia globalizada, si ese orden admite jugadores que no estén sometidos a la política de saqueo directo que orienta al capital financiero. Quiero advertir que el resultado no está escrito en el cielo. No está predeterminado. Eso sí, creer que el respaldo declamativo sustituye las decisiones reales, que un discurso "bien argumentado" evita un enfrentamiento insoslayable, supone una ingenuidad intencionada. La hora de las palabras llegó a su techo, Griesa lo acaba de determinar. O el bloque sudamericano responde con seriedad, o la alternativa de una solución distinta al saqueo directo para la crisis global morirá en las gateras. 

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