jueves, 17 de julio de 2014

Dios no estaba en el Maracaná Por Rafael Grillo

Lionel, apodado “el Mesías”, alzaba los brazos al cielo; pero de ahí no llovían a sus piernas los goles y la gloria prometida. Corrieron el Ungido y sus diez acólitos durante ciento vente minutos y la cancha fue franja del Calvario. Messi rumiaba su desamparo, la soledad de hijo abandonado en la cruz. De nada valió que los miles de hinchas argentinos rezaran, se persignaran, para conjurar el milagro desde la grada. A escasos minutos del final del alargue, el tanto de Götze retumbó como martillazo de Thor: habían ganado los descendientes de los dioses paganos, de la tosca mitología germánica despreciada por los cristianos.

Dios no estaba el domingo en el Maracaná. ¿De qué otro modo entender que permitiera ganar la justa a los nativos del país de un Papa que abdica, y no a los coterráneos del pío Francisco que hoy da la cara desde la silla del Vaticano?

Tampoco estuvo cuando el “Mineirazo” de unos días atrás. Ese miércoles de ceniza donde el pueblo que se ufana de que “Dios es brasileño” y adora a Pelé, el ídolo de ébano, fue castigado con siete mandarriazos olímpicos. Un marcador de escándalo: nada menos que 7 —el número mágico— tantos en contra del buen anfitrión, del equipo ganador de 5 Copas, de las huestes iluminadas por los Neymar Jr. y David Luiz…

¿Cómo asimilar que Dios permitiese la coronación de un advenedizo en América, en la comarca que una vez fue el Nuevo Mundo o Paraíso en la tierra? Más aún si los bienaventurados fueron los nietos de esos rudos vikingos que disputan la primacía del descubrimiento a San Cristóbal, el patrono de los viajeros; el Colón que emprendió travesía sobre tres carabelas bendecidas por Reyes Católicos…

Llámenme hereje, apóstata, lo que quieran. Pero repito: Dios no estuvo en la Copa del Mundo de Brasil. Aunque, más bien, cabe decir que no estaba en ninguna parte, porque ni siquiera vio del otro lado del mundo cómo los de Judea, su pueblo elegido, demolían los Mandamientos y las casas y los cuerpos de los palestinos.

Toda Alemania festejó el regreso de su Mannschaft, una legión triunfadora de rostro múltiple: Müller, Klose, Neuer, Kross, Schurrle, Özil, Lam, Khedira… Una tropa de élite, sí. Pero no endurecida en fraguas de Vulcano ni iluminada con los rayos del todopoderoso. En todo caso, una partida moldeada con la herencia del rey Odín y sus cuervos negros, Huginn (pensamiento) y Muninn (memoria), que son rasgos poseídos también por nosotros, los humanos. El mérito es del técnico Low, quien aprendió de derrotas anteriores y perfeccionó táctica y estrategia. Quien recogió el fruto de un salto evolutivo, desde los pesados tanques de guerra que fueron, hasta la virtuosa orquesta de Berlín que hoy es. Por el medio hubo años de paciencia y disipación de recursos y energías para mejorar la cantera y adecentar la Bundesliga.

Argentina quería coronar a Messi como un nuevo Dios, como el legítimo continuador de aquel D10S del 86, Dieguito Maradona, el que puso su mano de niño pícaro, de hijuelo rebelde del potrero, para burlar a la imperial hueste de Albión y se sacó un gol interpretado como mediación del Eterno.

Pero la Gloria que tan cerca estuvo, también lejos quedó; y los naturales de la tierra del tango triste y Borges el Escéptico tuvieron que conformarse con el regreso de los ángeles caídos. De un escuadrón con la mirada puesta en el suelo y no en las nubes, encabezado por el jefecito Mascherano, y seguido por un “Lío” más parecido al chico rosarino de talento inmenso y trastorno del crecimiento que al genio de los 91 goles con el Barcelona; detrás Di María con el muslo roto, y Lavezzi, Garay, Demichelis, Rojo…

Dando el destino su giro más afortunado, y acaso inesperado, la patria albiceleste se enjugó pronto las lágrimas y acogió a sus compatriotas con vítores. La torcida se golpeaba el pecho para decir: “Este equipo argentino se ha quedado en mi corazón. Dejaron el alma en el terreno”. Así, olvidándose de maravillas celestiales, premiaron los rostros del heroísmo humano: la humildad, la sencillez, el espíritu colectivo, el esfuerzo.

Llámenme impío. Más la lección grande del Maracaná es que no vivimos tiempo de dioses. Y el fútbol es una simple cuestión de hombres.

Cubadebate
 

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