domingo, 13 de julio de 2014

ESCENARIO Lo que le debemos al fútbol

Lo que ocurre en una final del campeonato mundial es un hecho precioso e indescifrable entre dos pitazos. La excepcionalidad argentina, el ser nacional lidiando con potencias de igual a igual.

Roberto Caballero
Lo que le debemos al fútbol
Hoy sobran las palabras, aunque las habrá en cantidad. Vertidas incluso por los que habitualmente no tratamos el fútbol como lo que es: un hecho de poesía colectiva, una tragedia en dos tiempos con alargues y penales, la dinámica de lo impensado según Panzeri, la alienación de las masas como dijo Sebreli o un negocio que civilizó al viejo circo romano.
En fin, hay que asumirlo, problematizar el fútbol, con mejores o peores intenciones, sin ánimo de clausurar los debates abiertos desde que la pelota echó a rodar, es arrebatarle eso inexplicable que el fútbol tiene y provoca en millones de personas lo que hoy sucede en nuestro país y la mitad del planeta que goza, sufre y habla, sin problematizarlo tanto. 
Un sentimiento inacabable, una pasión descontrolada, un amor infinito. El fútbol es lo que cada uno desea y punto. Si, además, hablamos de la final de un Mundial en un país futbolero, estamos hablando de lo único que hoy realmente interesa hasta que el partido acabe: la alegría de ganar o la tristeza de perder. Dos cuestiones básicas, casi inconscientes, primitivas, que van a aflorar con el resultado definitivo en el Maracaná. 
Al fútbol, al fin de cuentas, se le debe la fuerza del resumen, entendida como una capacidad para hacer simple lo que es misterioso y, a veces, decididamente inabordable. El fútbol es como la vida: un hecho precioso e indescifrable que ocurre entre dos pitazos.
Hablando estrictamente de política, en un día donde la política interesa poco, convendría rebatir el primer mito que dice que el fútbol no influye para nada en ella. Dilma Rousseff, como presidenta del Brasil, afirma que en su país fútbol y política no se mezclan. Sus palabras confirman la certeza que ella misma, al tratar de desmentirla, refuerza. Ella es una estadista hablando, precisamente, de los efectos ulteriores del fútbol en el plano de la política. 
En Argentina, si el equipo del director técnico kirchnerista Alejandro Sabella gana y se corona campeón del mundo, el antikirchnerismo de los diarios dominantes dirá mañana que fue a pesar de su planteo bilardista y que toda la gloria pertenece a los jugadores. 
El kirchnerismo, a su turno, defenderá con mayor vehemencia la tesis de que "goles son amores/goles son obras" de sus spots televisivos, donde asocia los valores y conquistas del modelo con un estilo de juego donde relucen la humildad, la garra y el sentimiento nacional. 
A la inversa, Dios y Francisco no quieran, si los alemanes de Ratzinger resultan victoriosos, el Mundial se habrá acabado, Clarín podrá volver a sus tapas contra Amado Boudou y Lázaro Báez, y Gerónimo Venegas podrá dar rienda suelta a su vocación por hacer arder las calles buscando entre las llamas el fin de ciclo con el que sueña hace rato. 
Por eso, es una media verdad, vecina a lo falso de toda falsedad, que la pelota no ejerza algún poder gravitante sobre los asuntos domésticos de la política y viceversa.
Que el Mundial pueda verse en todo el país, sin que las audiencias tengan que pagar aparte para disfrutarlo, es un hecho político. Derivado de una ley democrática, la de Servicios de Comunicación Audiovisual, que en su articulado –del 77 al 80– consagra cuáles son los "acontecimientos de interés relevante" que el Estado está obligado a garantizar en su llegada a todos los hogares de la Argentina. 
El propio éxito del gobierno se naturalizó tanto que los voceros de los mismos grupos oligopólicos que obligaban a millones de televidentes a mirar las tribunas durante los partidos de fútbol todavía hoy se animan a militar políticamente contra el Fútbol para Todos. El caso del periodista y relator Víctor Hugo Morales, condenado en un vergonzoso fallo pro-Clarín por haber tomado imágenes de un partido cuando los derechos aún eran de Héctor Magnetto, confirma que el pasado está a la vuelta de la esquina. 
La paradoja es que hay un sector de la sociedad beneficiada por la lucha del relator que le reprocha su apoyo a la política oficial que devolvió los goles a las pantallas en todas las casas. Vayan estas líneas como solidaridad expresa hacia él.  
Se ve que la crítica hacia los que mezclan fútbol y política percute, principalmente, hacia todo lo que orbita cerca del oficialismo. Mauricio Macri fue presidente de Boca para ser jefe de gobierno porteño. A él, según parece, no le está vedado el matrimonio que tanto molesta a la derecha periodística. 
Sergio Massa fue presidente de Tigre para llegar a diputado. A él tampoco. Luis Barrionuevo controla Chacarita. Cristian Ritondo, Nueva Chicago. Hugo Moyano ganó las elecciones en Independiente y ya planea ir por la gobernación bonaerense. La lista es interminable. Fútbol y política, en nuestro país –y no sólo en él– son distintas caras del poder. Nos guste más o menos.
La dictadura cívico-militar usó el Mundial '78 para tapar su plan criminal. Los exiliados y los detenidos-desaparecidos pueden aportar precisión a lo verdaderamente ocurrido con sus testimonios como víctimas directas de la persecución, detrás de la euforia copera. Los goles gritados en el Monumental taparon otras voces desgarradas en la ESMA. 
El trato dispensado a los jugadores del seleccionado de Holanda, por su apoyo a la lucha de las Madres de Plaza de Mayo, permite entender el grado de aislamiento interno que sufrieron las víctimas. El fútbol fue utilizado entonces para una gigantesca operación de silenciamiento que estiró los plazos del terrorismo de Estado hasta el '82. Cuatro años después de la final que ganó Argentina.
Con el retorno de la democracia, la política también buscó compartir escena con la pelota. Raúl Alfonsín cedió a la tentación de fotografiarse con los campeones del '86 en los balcones de la Casa Rosada. Un año después perdió las legislativas. 
El subcampeonato de Italia '90, con Carlos Menem de presidente, en un país herido por la hiperinflación, trajo sólo la certeza de que un ciclo futbolístico, el de Carlos Bilardo, se estaba acabando, al igual que una manera de entender el mundo, con la caída del Muro de Berlín como epitafio. Cuatro años después, a Diego Maradona le cortaron las piernas en Estados Unidos, justo cuando las relaciones carnales con Washington alcanzaban su clímax. Pero el menemismo volvió a ganar en el '95.
Tanto Alfonsín como Menem  pretendieron abrazarse a los éxitos deportivos para aumentar su popularidad, pero es justo decir que el intento no partió de una simulación para hacer olvidar la ilegitimidad de origen ni el ocultamiento de un genocidio como ocurrió con los dictadores. Fueron dos presidentes democráticos. No gritaron goles para arrojar gente desde los aviones al río. 
Sin embargo, los que se irritan por la asociación de la propaganda oficial con los éxitos del mundial practican, bajo un solapado republicanismo a la escandinava, una forma de antikirchnerismo infantil o de baja intensidad. 
No es obra de ningún gobierno que la pelota hoy entre en el arco o no. No hay decreto ni resolución que ordene a Messi que se ilumine. Los goles que no se conviertan no aparecerán mañana en el Boletín Oficial. Pero de ninguna manera está prohibido que la comunicación gubernamental vaya en busca de la sociedad para dotar de sentido político y cultural un acontecimiento deportivo que concita la atención de muchos. Pedirle eso a la política es mirar la realidad con anteojos suecos. Distinto es analizar la eficacia del maridaje. Eso es otra cosa.
Entre el ser y la nada, la mayoría de los habitantes de este país elegimos el fútbol. Juramos la camiseta antes que la bandera. Somos hinchas, luego ciudadanos. Hay teorías líricas y de las otras para explicar esta fascinación colectiva. Una mirada romántica hará eje en los valores positivos del deporte. Resaltará que lo colectivo se impone a lo individual y destacará las bondades del juego asociativo. Pondrá en pie de igualdad la destreza técnica y el virtuosismo con la garra en los pasajes de adversidad. En definitiva, el fútbol como la metáfora de una comunidad ideal donde cada uno entrega según su capacidad y recibe según su necesidad.
Una menos solidaria, más materialista, anclará en cuestiones relativas al esfuerzo individual, la superación personal, el éxito económico, los altos beneficios de la espectacularización, las fortunas de los jugadores, la belleza de sus mujeres, lo lujoso de sus autos y verá dentro de la cancha una representación acabada de la teoría de Darwin.
Ambas lecturas corresponden a estereotipos muy determinados. Habrá hinchas argentinos que se inclinan hacia un lado o hacia otro. Hacia lo idílico o lo mercantil, con sus matices y graduaciones. Tal vez esto explique por qué gente tan distinta puede fanatizarse por la misma cosa: un equipo de fútbol, que parecería contener muchas expectativas a la vez.
La Selección es un símbolo vivo de algo que nos reúne en la diáspora de apetencias diversas que nos hacen como somos y no de otra manera. Están la escarapela, la bandera, la Casa de Tucumán y el Cabildo. En todos ellos, los argentinos vemos reflejados una historia, una cultura y un territorio común. La Selección cumple la fantasía de que todo eso junto sale del acto escolar, del óleo y del discurso amortajado y se mezcla con sensaciones, nervios, broncas, tristezas o alegrías de la vida cotidiana. 
Es probable, aunque sea una afirmación siempre a tiro de polémica, que la Selección sea también el espejo donde muchos argentinos podamos vernos como parte de una Nación predestinada a algo superlativo o extraordinario. No cualquiera, una que lidia en ligas planetarias con potencias como Alemania, Inglaterra, Italia, Francia o, incluso, Brasil. La pelota sería una excusa. En realidad, la sensación que nos envuelve es que, fútbol de por medio, estamos a la par de ellas. Y hasta podemos ganarles, ser superiores en el juego, si las reglas son idénticas para todos los jugadores.
Hay otro asunto mítico que opera en la subjetividad del ser argentino: la excepcionalidad como argumento constituyente de la Nación que pretendemos. Ser campeones es ser legítimamente los mejores en algo. Los rusos tienen su ballet, los estadounidenses una fábrica de deseo global como Hollywood, los italianos la moda, los franceses su revolución, los brasileros la alegría a perpetuidad. Bueno, y los argentinos, el fútbol. Ese sería el lugar de nuestra excepcionalidad que nos aleja de las frustraciones y nos acerca al destino de grandeza añorado. 
Pero esta apreciación es limitada, excluyente, discriminatoria y jibariza nuestras posibilidades en otras áreas donde los argentinos somos verdaderos cracks. La ciencia, la tecnología, los derechos humanos, la integración regional, la literatura, la seguridad social y varios etcéteras más. Eso mismo que los spots oficiales intentan poner en valor apalancados en el planeta fútbol que nos rodea por estos días. Vistos así, no están para nada mal.
Su eficacia, de todos modos, es relativa. Choca contra lo mismo que embiste el argumento escandinavo utilizado para criticar los spots. Hoy a las 17, cuando la pelota comience a rodar por el césped del Maracaná, millones de argentinos depondremos cualquier atisbo de racionalidad. Al comienzo se le exigirá al equipo que gane y juegue bien. Sobre el final, con empate clavado, que gane como sea, tirando todas las teorías –las bilardistas, las menotistas– a las tribunas de la historia. Un sentimiento común recorrerá los confines del país. Uno que nos deja contentos siendo como somos. No alemanes, ni suecos: siendo argentinos. Citando a Camus, eso es lo que le debemos al fútbol. Y le estamos eternamente agradecidos. -<dl
 
 
Lo que tapa la pelota
Haber llegado a la final de Mundial, después de casi un cuarto de siglo, ya es motivo de festejo. Coronarse campeón, una indescriptible alegría. Eso no quita dejar por escrito que, detrás de la felicidad momentánea, ocurren otras cosas que seguramente recobrarán protagonismo mediático mañana o pasado.
Los buitres seguirán con su lobby, como parte del litigio donde la Argentina se juega su soberanía económica. Los suspendidos y despedidos de Lear continuarán exigiendo una respuesta a su situación laboral. El CELS volverá a poner en discusión la represión policial que contradice uno de los valores fundantes del kirchnerismo. La familia de Luciano Arruga tendrá razón con su habeas corpus. En fin, lo que la pelota tapa, volverá a instalarse en la agenda pública cuando esta deje de rodar.
Una cosa no quita la otra, aunque hoy la atención esté fijada en Brasil.

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