jueves, 17 de julio de 2014

Las distancias se acortan


Tan arcaica como inútil, la política de bloqueo de Estados Unidos hacia Cuba sigue hundida en la parálisis. Aunque se avizoran aires de cambio con el giro de algunas importantes personalidades de la gran potencia, como Hillary Clinton, quien ya se prepara para las elecciones de 2016.
En el libro que acaba de publicar sobre sus experiencias como secretaria de Estado durante el primer mandato (enero 2009-enero 2013) del presidente estadounidense Barack Obama, tituladoDecisiones difíciles, Hillary Clinton escribe, a propósito de Cuba, algo fundamental: “Al terminar mi mandato, le pedí al presidente Obama que reconsidere nuestro embargo contra Cuba. No cumplía ninguna función y obstaculizaba nuestros proyectos con toda América latina”.
Por primera vez, una personalidad que aspira a la presidencia de Estados Unidos afirma públicamente que el bloqueo impuesto por Washington –¡desde hace más de cincuenta años!– a la mayor isla del Caribe no cumple “ninguna función”. O sea, no doblegó a ese pequeño país a pesar del gran sufrimiento injusto que le causó a su población. Lo principal, en la constatación de Hillary Clinton, son dos aspectos: primero, rompe un tabú diciendo en voz alta lo que desde hace tiempo todos saben en Washington: que el bloqueo no sirve para nada. Y segundo, aun más importante, declara esto en el momento en que arranca su trayectoria hacia la candidatura demócrata a la Casa Blanca; es decir, no teme que esa afirmación –a contracorriente de toda la política de Washington hacia Cuba en el último medio siglo– constituya un hándicap para ella en la larga batalla electoral que tiene por delante hasta las elecciones del 8 de noviembre de 2016.
Si Hillary Clinton sostiene una postura tan poco convencional es, en primer lugar, porque asume el desafío de responder sin temor a las duras críticas que no dejarán de formularle sus adversarios republicanos, ferozmente hostiles a todo cambio de Washington con respecto a Cuba. Y, en segundo lugar, y sobre todo, porque no ignora que la opinión pública estadounidense ha evolucionado sobre ese tema y es hoy “mayoritariamente” favorable al fin del bloqueo.
Al igual que Hillary Clinton, un grupo de unos cincuenta importantes empresarios, ex altos cargos estadounidenses de distintas tendencias políticas e intelectuales, sabiendo que el presidente de Estados Unidos no posee la facultad de levantar el embargo, que no depende del Gobierno sino de una mayoría calificada de demócratas y republicanos en el Congreso, acaban de pedirle a Obama, en una carta abierta, que utilice las prerrogativas del Poder Ejecutivo para introducir “cambios más inteligentes” en su relación con Cuba y se acerque más a La Habana en un momento en el que, señalan, la opinión pública es favorable a ello.
En efecto, una encuesta realizada en febrero pasado por el centro de investigación Atlantic Council afirma que el 56% de los estadounidenses quiere un cambio en la política de Washington con La Habana. Y, más significativo, en Florida, el estado con mayor sensibilidad hacia este tema, el 63% de los ciudadanos (y el 62% de los latinos) también desea el fin del bloqueo. Otro sondeo más reciente, realizado por el Instituto de Investigación Cubano de la Universidad Internacional de Florida, demuestra que la mayoría de la propia comunidad cubana de Miami pide que se levante el bloqueo a la isla –un 71% de los consultados considera que el embargo “no ha funcionado”, y un 81% votaría por un candidato político que sustituya el bloqueo por una estrategia que promueva el restablecimiento diplomático entre ambos países.
Y es que, contrariamente a las esperanzas que surgieron después de la elección de Barack Obama en noviembre de 2008, Washington ha mantenido una suerte de inmovilismo en sus relaciones con Cuba. Justo después de asumir su cargo de presidente, Obama anunció –en la Cumbre de las Américas, celebrada en Trinidad y Tobago, en abril de 2009– que le daría a las relaciones con La Habana, un “nuevo rumbo”. Pero se limitó a gestos poco más que simbólicos: autorizó que los estadounidenses de origen cubano viajasen a la isla y enviasen cantidades acotadas de dinero a sus familias. Después, en 2011, adoptó nuevas medidas, pero también de escaso alcance: permitió que grupos religiosos y estudiantes viajaran a Cuba, consintió que los aeropuertos estadounidenses acogieran vuelos chárter a la isla y amplió el límite de las remesas que los cubano-estadounidenses podían transferir a sus parientes. Poca cosa en relación con la formidable disputa que separa a los dos países.
Entre los diferendos, está el caso de “los Cinco” que ha conmovido a la opinión pública internacional. Esos agentes de inteligencia cubanos, detenidos en Florida por el FBI en septiembre de 1998 cuando realizaban misiones de prevención contra el terrorismo anticubano, fueron condenados en un juicio político típico de la Guerra Fría (auténtico linchamiento jurídico) a duras penas de prisión. Sanciones tanto más injustas cuanto que “los Cinco” no cometieron ningún acto de violencia, ni procuraron información sobre la seguridad de Estados Unidos. Lo único que hicieron, corriendo riesgos mortales, fue prevenir atentados y salvar vidas humanas.
Washington no es coherente cuando dice combatir el “terrorismo internacional” y sigue auspiciando en su propio territorio a grupos terroristas anticubanos. Sin ir más lejos, el pasado mes de abril, las autoridades de la isla detuvieron a un nuevo grupo de cuatro individuos, vinculados a Luis Posada Carriles, venidos una vez más de Florida con la intención de cometer atentados.
Tampoco hay coherencia cuando acusan a “los Cinco” de actividades antiestadounidenses que jamás existieron, mientras Washington sigue empeñado en inmiscuirse en los asuntos internos de Cuba y en fomentar un cambio de sistema político. Lo acaban de volver a demostrar las recientes revelaciones sobre el asunto “ZunZuneo”, esa falsa red social que una agencia del Departamento de Estado creó y financió solapadamente entre 2010 y 2012 con la intención de provocar en la isla protestas semejantes a las de las “revoluciones de colores”, de la “primavera árabe” o de las “guarimbas” venezolanas, para exigir después, desde la Casa Blanca o el Capitolio, un cambio político.
Todo esto demuestra que Washington sigue teniendo hacia Cuba una actitud retrógrada, típicamente de Guerra Fría, etapa que terminó hace un cuarto de siglo... Semejante arcaísmo choca con la postura de otras potencias. Por ejemplo, todos los Estados de América latina y del Caribe, cualesquiera sean sus orientaciones políticas, han estrechado últimamente sus lazos con Cuba y denuncian el bloqueo. Esto se pudo comprobar, el pasado enero, en la Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac) reunida precisamente en La Habana. Washington sufrió un nuevo desaire el mes pasado, en Cochabamba (Bolivia), durante la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), cuando los países latinoamericanos –en una nueva muestra de solidaridad con La Habana– amenazaron con no acudir a la próxima Cumbre de las Américas, que tendrá lugar en 2015 en Panamá, si Cuba no es invitada a participar.
Por su parte, la Unión Europea (UE) decidió, el pasado febrero, abandonar la llamada “posición común” en relación a la isla, impuesta en 1996 por José María Aznar, en ese momento presidente del Gobierno de España, para “castigar” a Cuba rechazando todo diálogo con las autoridades de la isla. Pero resultó estéril y fracasó. Bruselas lo reconoció y dio inicio ahora a una negociación con La Habana para alcanzar un acuerdo de cooperación política y económica. La UE es el primer inversor extranjero en Cuba y su segundo socio comercial. En este nuevo espíritu, varios ministros europeos ya han visitado la isla. Entre ellos, en abril pasado, Laurent Fabius –primer canciller francés que realiza una visita a la nación caribeña en más de treinta años–, quien declaró que buscaba “promover las alianzas entre las empresas de nuestros dos países y apoyar a las sociedades francesas que deseen desarrollar proyectos o establecerse en Cuba”.
Y es que, contrastando con el inmovilismo de Washington, muchas cancillerías europeas observan con interés los cambios que se están produciendo en Cuba impulsados por el presidente Raúl Castro, en el marco de la “actualización del modelo económico” y en la línea definida en 2011 en el VI Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC), que representan transformaciones muy importantes en la economía y en la sociedad. En particular, la reciente creación de la Zona Especial de Desarrollo en torno al puerto de Mariel así como la aprobación, el pasado marzo, de una nueva Ley de Inversión Extranjera suscitan un gran interés internacional.
Las autoridades consideran que no existe contradicción entre el socialismo y la iniciativa privada. Y algunos responsables estiman que esta última (que incluiría las inversiones extranjeras) podría abarcar hasta el 40% de la economía del país, mientras el Estado y el sector público conservarían el 60%. El objetivo es que la economía cubana sea cada vez más compatible con la de sus principales socios en la región (Venezuela, Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia), donde coexisten sector público y sector privado, Estado y mercado.
Todos estos cambios subrayan, por contraste, el empecinamiento de la administración estadounidense, autobloqueada en una posición ideológica de otra época. Aunque, como hemos visto, cada día son más numerosos aquellos que, en Washington, admiten que esa postura es errónea y que, en la política hacia Cuba, es urgente salir del aislamiento internacional. ¿Los escuchará el presidente Obama?

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