viernes, 26 de diciembre de 2014

EEUU: El Grinch de la Navidad

Me deprime la Navidad en Estados Unidos. Para mí la Navidad siempre significó la visita de los abuelos, el Pesebre hecho a mano por mi “Lolo”, las corridas y gritos de excitación por las calles del barrio jugando a los “chasquibúm” o las estrellitas con mis primos... Una reflexión de Carolina Peredo.
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Por Carolina Peredo*
La Navidad en Argentina es cálida y de campamento, con un Papá Noel que siempre resultaba ser uno de mis tíos mal disfrazado, o un amigo de la familia. Los turrones, maní con chocolate y garrapiñadas que nunca llegaban en paquete entero a la mesa de Noche Buena, porque con mi hermano y mi papá ya los habíamos rapiñado del “escondite” de la alacena durante toda la semana. Había un único regalo, original y preciadísimo, no por su valor monetario, sino justamente por ser uno y especial, EL regalo. El espíritu de Navidad estaba cargado de las emociones del reecuentro con los familiares, con lo familiar. No encuentro nada de todo eso desde que vivo en este país.
No disfruto la Navidad viviendo en Estados Unidos. Cuando termina Thanksgiving -el día de “Acción de Gracias” con su pavo seco y su ceremonia corta- todo el mundo entra en una especie de locura al que llaman espíritu navideño, que consiste en una sola cosa: COMPRAR, COMPRAR, COMPRAR! El famoso viernes de Black Friday es el disparador de este frenesí consumista. Ya habrán visto en la televisión las colas de gente acampando en los estacionamientos de las tiendas de electrodomésticos y jugueterías para llegar primeros a gastar “la menor cantidad de dólares posible” en la mayor cantidad de cosas posible, objetos que probablemente no necesitan y que desecharán para el siguiente año, con tal de poder seguir comprando.
Es casi imposible escapar a la consigna del SHOPPING. “Are you ready for Christmas?” es la pregunta de cola de supermercado que empiezo a escuchar, que claramente se refiere a si ya compraste tus regalos. La publicidad abruma y a fuerza de insistencia por correo electrónico, correo postal, publicidad en la TV, en la radio, en los locales, en los carteles por las calles, este “espíritu” se propaga como un virus contagiosísimo, hasta convencernos bien convencidos de que si no estamos comprando ALGO, algo está mal con nosotros… algo nos FALTA.
Lo peor del fenómeno es que el sistema funciona tan a la perfección, que uno ya ni siquiera tiene que salir de su casa para comprar. Las compras online con descuentos y envíos gratuitos e instantáneos a la puerta de tu casa vuelven aún más impersonales las elecciones de los regalos. Un integrante de nuestra familia, por ejemplo, con tal de no comprar durante el período de locura de diciembre, cada año hace sus compras de regalos de navidad después de Pascuas (?!). Compra cositas en cada lugar adonde viaja, a veces incluso los típicos recuerdos de aeropuerto, si está corta de tiempo, porque total no importa qué es lo que se regala, lo importante es regalar MUCHO.
Este año con la familia de mi marido organizaron una especie de amigo invisible para tratar de minimizar la cantidad abrumadora de regalos. Sin embargo, como todos necesitan evacuar ese impulso irrefrenable de comprar de alguna manera, a riesgo de morir de abstinencia si no lo hacen, Quino, mi hijo de dos años, será “el blanco” de estos regaladores compulsivos.
Quienes estén leyendo estas palabras pensarán que soy una desagradecida o una loca. Lo segundo puede ser, pero por otras razones. Estoy agradecida por las cosas que recibimos, sobre todo con un nuevo bebé en la casa,  es cierto que hay cosas que necesitamos. Pero mi problema radica en dos puntos muy importantes con esto de los regalos:
Problema 1: Los regalos pretenden reemplazar las expresiones de afecto.
Yo preferiría que la familia me visite en casa y charlemos de cómo estamos, de qué estamos haciendo, que salgamos de paseo, que alguna tía lleve a Quino a la plaza, le de un abrazo de oso, le tire la pelota, le lea un cuento. En lugar de eso, la escena de Navidad se va a limitar a juntarnos a cocinar y charlar entre adultos el día 25, mientras Quino se entretiene con alguna cosa, comer en 3 minutos lo que tardamos horas en cocinar –el mismo pavo con los mismos acompañantes en la misma casa de cada año porque OH! La TRADICION!- y luego intercambiar regalos.
Problema 2: Los regalos son tantos que cada uno pierde su valor real en la multitud.
Como ya pasó para su cumpleaños, Quino va a enfrentarse a una cantidad tan diversa de regalos que no va a saber por dónde empezar. Cuando volvamos a casa y le demos un orden a los juguetes y empecemos a usarlos, de a poco y uno a uno, van a empezar a cobrar sentido para él. Pero para disgusto de los adultos regaladores, no van a haber grandes demostraciones de sorpresa, alegría o agradecimiento durante la ceremonia regalera por parte de un niño que va a estar más aturdido y cansado –sin haber dormido siesta porque el almuerzo de Navidad es a la hora que los adultos disponen- que feliz.
No quiero pasar otra Navidad en Estados Unidos mientras tenga hijos chicos. Me parece que se ha convertido en una celebración bastardeada, frivolizada y adultizada. Me gustaría enseñarle a disfrutar los pequeños buenos momentos de conexión con quienes nos rodean, como este momento capturado en la foto, de cuando nos pusimos a cocinar barritas de coco navideñas y aprendimos de nuevos colores, sabores y texturas. No me interesa llevar a mis hijos a bancarse horas de cola para que un perfecto desconocido disfrazado de Santa Claus en un pasillo de un Shopping Mall los abrace para la foto. Quiero que la próxima Navidad mis hijos reciban abrazos sentidos y un solo regalo: el estar en familia.
* Periodista argentina viviendo en EE.UU. Publicado originalmente el sitio www.mamamundi.com

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