lunes, 29 de diciembre de 2014

EL TESTIMONIO DE ADRIANA LEWI, HIJA DE DOS MILITANTES DE LA JUVENTUD PERONISTA DESAPARECIDOS, EN EL JUICIO POR LOS CRIMENES EN LA ESMA “Ahora sé que me vieron en el centro clandestino”

Por Alejandra Dandan
Adriana Lewi tiene 37 años, es hija de Jorge Claudio Lewi y Ana María Sonder, militantes de la Juventud Peronista. El era técnico químico, ella maestra, los dos estudiantes de Exactas, secuestrados el 8 de octubre de 1978, hoy desaparecidos. Adriana tardó treinta años, pero un día preguntó si ella misma había estado con ellos en un centro clandestino. “Sé que a él lo lastimaron un montón, le fracturaron la mandíbula, le quemaron la cara con agua hirviendo. Sufrió violencia sexual. A veces es muy loco pensar que para mí esto está bueno, que saber estas cosas tan terribles puede ser bueno, como es tener un conocimiento de lo que pasó. A mí me costó mucho preguntar si también me habían visto en el centro clandestino. Mucho es treinta años. Y ni siquiera lo pregunté directamente. Le pregunté a una amiga que se lo preguntara a una persona en común. Finalmente sé que sí. Que me vieron en el centro clandestino.”
Adriana Lewi declaró sobre su historia en el juicio oral por los crímenes de la ESMA. Jorge y Ana fueron secuestrados durante la persecución de un grupo de compañeros de militancia. Primero los llevaron al Olimpo y luego de la Navidad de 1978 a la ESMA. Los abuelos maternos de Adriana los escucharon al teléfono por primera y última vez en esa Navidad. Su abuela se cayó al piso de rodillas cuando escuchó la voz de su hija, a quien daba por perdida. Ana les preguntó si Adriana efectivamente estaba con ellos.
Sus abuelos creyeron que el secuestro había sido el 11 de octubre a la madrugada, cuando un auto paró frente a su casa, con Adriana que era un bebé. “Les preguntan si me reconocen –explicó–. Mis abuelos paternos habían decidido no ver a mis papás porque estaban en la clandestinidad y no querían tener esos datos. Con los abuelos maternos, en cambio, mis papás mantenían comunicación telefónica y me veían. A mí me dejaron en la casa de ellos con una notita prendida en la ropa, de mi mamá, y una foto de mi papá. Una imagen rara, que nosotros no conocemos, parecía en un centro clandestino, tenía como un traje: no era ni una foto familiar ni nada parecido.”
Sus abuelos, asustados, se la llevaron a la Costa. “No presentaron ningún recurso de amparo, se metieron en una casa que tenían y finalmente volvieron. Me cuesta saber qué pasó, no le dijeron a nadie y sé que un día mi abuela paterna pasa, siente algo, ahí aparezco yo, ellos se anotician de que mis padres estaban secuestrados y son ellos los que de alguna manera motorizan la búsqueda.”
Los abuelos no hablarán demasiado. “En casa no había fotos de mi mamá, ni de mi papá. En la casa de mi otra abuela tampoco. No me hablaban de mi papá o de cómo eran. Me dijeron hasta los seis años que mis papás estaban de viaje, cosa que tampoco estuvo buena pero lo manejaron como pudieron.”
La sala estaba llena. En las butacones destinados al público estaban las rastas de uno de los integrantes de H.I.J.O.S, los lacios y largos de otros, los anteojos. El celular prendido de uno. El policía un poco más amable, un poco, pero que siempre relojea que lo apaguen. Y también hubo alguna carcajada.
“Yo me acuerdo de cosas a las que ahora les puedo poner un nombre y sobre las que puedo decir: sufrí de stress postraumático. Tenía paranoias. A los tres años estaba en un auto y miraba para atrás y me parecía que nos estaban siguiendo. Me subían y me agarraba de la puerta. Cuando llegaba a mi casa de noche siempre vomitaba porque me daba miedo saber qué había adentro. No dormía con la luz apagaba. Tenía mucho miedo. Me acuerdo de que en el baño de la casa de mi abuela había una claraboya justo arriba del inodoro y cuando piyaba, piyaba mirando para arriba porque tenía miedo de que que se me descolgara alguien desde ahí.”
Al año y medio, aparentemente, hablaba demasiado. Sus abuelos “querían que yo me callara porque les daba miedo que nos volvieran a secuestrar. Necesitaban silenciar ese relato, pero yo tenía un año y medio y hablaba y hablaba. Te juro que me encantaría recordar qué era lo que decía en ese momento”.
En una especie de fluido de palabras con la sala, entre presente y pasado, con los jueces, Adriana les dijo “viste” a los jueces y trajo algo de su mundo en tres imágenes. Los fiscales pidieron autorización a los jueces. Los jueces autorizaron. En la sala aparecieron las proyecciones. Adriana mostró tres.
La primera, una foto del casamiento de sus padres. Nadie sabía que existía hasta unos quince años. Uno de sus abuelos las encontró en un rollo sin revelar. “Los dos jóvenes de la foto son mis padres”, dijo ella. Atrás están sus abuelos maternos: la abuela Victoria Garmendia de Sonder y su abuelo Juan Carlos Sonder, “como mi tío, mi bisabuelo, mi tátarabuelo. Mi mamá tiene el mismo peinado que su madre, se ve que la peinó mi abuela para el casamiento.”
La segunda foto es un bebé y dos brazos: “Una foto de los brazos de mi mamá y yo”.
La tercera es una foto de dos adultos bailando: “Y ésa es la foto con mis papás”, dijo. “Yo no tenía nada más y necesitaba tener una foto de los dos juntos, como que me gustaba la idea de tenerla y como no la tenía la hice: fotomonté a mi papá que estaba con mi tía bailando y a mi mamá que estaba con mi tío. Ahí mi mamá estaba embarazada de mí. Y los pegué. Y fue la foto que tuve durante mucho tiempo. Tanto que me olvidé que había hecho el fotomontaje. Y un día me lo recordaron. Y tiene todas estas vueltas la historia de la clandestinidad que uno se tiene que construir la historia como puede.”

El operativo

Los fiscales le preguntaron por lo que podía saber sobre el secuestro. Adriana dijo que algunas cosas se le confunden, por el año y medio, por el miedo de la familia. “Para mí la reconstrucción fue de a pequeños detalles que fui juntando y sumando de aquí y de allá y se me hizo difícil fijarlos en algunos casos. No me acuerdo, por ejemplo, la fecha de nacimiento de mis padres, eso se me borra.”
En una ocasión consiguió la dirección de la casa del secuestro. Y fue a conocer a sus vecinos. Supo que su padre Jorge en el barrio era conocido como Juan o su madre Ana como Alicia. “Tenía otro nombre ella pero no me acuerdo, la vecina me contó que mi papá se iba temprano a trabajar.” Le contó que ese 8 de octubre llegaron muchos hombres armados, que fue un operativo muy grande, se subieron a los techos de los edificios vecinos y entraron a la casa.
Primero entraron al departamento de los vecinos y después al que estaba Adriana con su madre, se las llevaron; la vecina le dijo a Ana que le dejara a su hija. “Dejame a la nena, le dijo y mi mamá le dijo que no, a la nena me la llevo yo. Y yo finalmente me fui con mi mamá y cuenta la vecina que (los militares) estuvieron escondidos en la casa de enfrente esperando para ver qué pasaba y en un momento lo vieron llegar a mi papá en la esquina. Y mi mamá tenía la costumbre de poner un pañuelo rojo en el balcón, seguro que para decir que estaba todo bien. Y también me dijo que cuando mi papá llegó no estaba el pañuelito rojo. Que lo vieron como dubitativo pero que bueno, entró finalmente a la casa. Yo siempre me pregunto sobre eso: ¿qué vas a hacer si llegás a tu casa y ves que no está el pañuelo, qué vas a hacer? ¿No te vas a ir? A lo mejor hubiese sido lo mejor para él. O no, nunca lo sabremos. Finalmente entró y lo que dicen es que cuando lo sacaron estaba súper lastimado. Esto fue alrededor de las cinco o seis de la tarde.”

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