viernes, 24 de abril de 2015

La Nueva Escuela Histórica y los problemas del presente Por Daniel Sazbón

Ricardo Levene y Emilio Ravignani fueron protagonistas de la renovación historiográfica de principios de siglo XX y son figuras centrales de la vida intelectual argentina. Combatidos por el incipiente revisionismo de los años 30, y por las nuevas figuras del proceso de renovación universitaria de los 50, las polémicas desatadas en torno a La Nueva Escuela Histórica permiten rastrear la discusión sobre la metodología, sobre las formas de abordar el pasado y sobre la siempre presente relación tensa entre historia y política.

En marzo de 1959 falleció el historiador argentino Ricardo Levene; 5 años antes, también en marzo, lo había hecho su colega Emilio Ravignani. Para el momento de sus muertes, distintas voces críticas habían decretado el agotamiento de la renovación historiográfica que ambos habían emprendido unos 40 años antes, desde la llamada “Nueva Escuela Histórica”, junto a otras figuras (Diego Molinari, Rómulo Carbia, Luis M. Torres, Roberto Levillier). La Nueva Escuela, que desde su irrupción en la época del Centenario se había propuesto emancipar a la investigación histórica de la tutela de otras disciplinas y convertirla en un campo autónomo de conocimiento, con reglas y metodología propias, caía ahora, víctima de un similar ataque renovador por parte de una generación tan impiadosa con sus padres como lo había sido la suya.

La consolidación de la Nueva Escuela había sido parte del proceso que supuso el ascenso y triunfo del partido radical en las elecciones presidenciales de 1916, así como el movimiento reformista que eclosionó en la Universidad de Córdoba en 1918. Su éxito se tradujo en la creación, desde los años 20, de centros de investigación especializados: el Instituto de Investigaciones Históricas, la Academia Nacional de la Historia (la antigua Junta de Historia y Numismática), las secciones y departamentos específicos en universidades; también, en el desembarco de sus miembros en espacios como el Instituto Nacional de Profesorado, desde donde su modelo de la disciplina formaría a las nuevas generaciones de educadores.

La profesionalizaciónde la historia suponía para la Nueva Escuela el reconocimiento de su reglas, basada en la erudición, el acopio de archivos, el adecuado manejo de los documentos, la búsqueda de precisión y la pretensión de objetividad. Para ello, por un lado, debía escindirse de la literatura, un movimiento que se simbolizaba en sus acerbas críticas contra Paul Groussac, figura central en la cultura local desde fines del XIX, y quien desde la dirección de la Biblioteca Nacional ejercía una autoridad sobre el campo que desconocían estos jóvenes historiadores; por otro lado, era necesario terminar con la utilización de la historia para dirimir las disputas del presente, es decir, deslindarla de la política. Frente a la narración literaria, que introducía juicios personales en la exposición de los hechos, la escuela renovadora preferirá la asepsia del documento, cultivando una prosa más bien insípida enfocada en la aridez del dato “desnudo”. Y ante la absorción del pasado por los debates políticos, abogarán por una disciplina que sólo debía preocuparse por la verdad de su objeto, con la mirada desapasionada y distante que les permitía, por ejemplo, valorar positivamente a la figura de Juan Manuel de Rosas, en aras de la edificación de una historia verdaderamente “nacional”, por encima de las polémicas.

Esta historia profesionalizada, objetiva, científica, a pesar de su declamada apoliticidad, pudo constituirse gracias al saludable vínculo que mantuvo con los centros de decisión política.En sus primeros tiempos estableció fuertes lazos con el radicalismo (en el que militaban varios de sus miembros, tanto en su ala yrigoyenista como alvearista), y ya en los ’30, cuando mayor sea su presencia institucional, las relaciones con el elenco de Justo también serán estrechas. No es de extrañar que sea precisamente en esta década cuando le toque recibir impugnaciones tanto o más virulentas que las que ellos mismos realizaron en sus inicios; convertidos en la cara oficial de la investigación y enseñanza históricas, acompañarán la suerte del sistema político del que formaban parte.

La primera oleada de críticas será la protagonizada por el revisionismo, nombre que, significativamente, coincidía con uno de los textos seminales de la Nueva Escuela (“La revisión histórica de nuestro pasado”, Carbia, 1918): rechazando al liberalismo político y económico, el revisionismo detectó una de las claves de su supervivencia en su relato tergiversado del pasado, que ocultaba la antigua contradicción entre los intereses del grupo gobernante (“la oligarquía”) y los de la nación. De allí que se propusiera intervenir en el campo, develando a la historia “oficial” como historia “falsificada”. La reacción de la Nueva Escuela fue defensiva, cerrando filas para defender su campo profesional y desconociendo en lo fundamental los aportes de quienes, como escritores, eran vistos como “diletantes carentes de rigor y método”, más preocupados por intervenir en las cuestiones del presente que por el conocimiento del pasado.

Aunque resistieron por dos décadas al embate del revisionismo refugiándose en la ciudadela de la especialización, la Nueva Escuela sería objeto de una nueva y definitiva andanada de críticas, ahora en el contexto que se abrió luego de la caída del gobierno peronista. En los años ’50, quienes protagonizarán la modernización universitaria desde el campo histórico (nombres como Tulio Halperín Donghi o José Luis Romero) verán a la Nueva Escuela Histórica no sólo como antigualla metodológica a renovar con el auxilio de las ciencias sociales (en particular, la sociología), sino sobre todo como emblema de la inutilidad del mero acopio de datos desprovistos de síntesis comprensivas, y la consecuente esterilidad de una historia así entendida para entender el mundo del que forma parte.

Esta “vacía objetividad” hacía que a sus ojos la Nueva Escuela mereciera aún más críticas que el propio revisionismo, que al menos comprendía el lazo íntimo que unía el conocimiento del pasado con los intereses de su hora. Los nuevos renovadores, completando el rizo, invocarán al anciano Groussac para recusar a los historiadores que“sumidos en la oscuridad del archivo”coleccionaban “nomenclaturas sin contenido alguno”. Hoy en día, cuando los estudios históricos gozan de un renovado impulso, tanto dentro como fuera de los espacios institucionales que nos legó la labor de la Nueva Escuela, es conveniente recordar que cuando dirigimos la mirada hacia atrás lo hacemos siempre animados por el intento de darle sentido al presente, y que esta búsqueda siempre supone insuflarle a los datos muertos del pasado el aliento vivificador de la conciencia histórica del hoy.

Télam

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